Artículo monográfico

En la conciencia del existir; Carlos Bousoño, poeta

Carlos Bousoño

Carlos Bousoño

El prestigioso poeta Alejandro Duque traza en este artículo las coordenadas para leer y releer la poesía de Bousoño. Con el rigor y claridad que siempre acompañan los textos de Duque, el autor ofrece las claves para entender una de las obras poéticas más ejemplares de la segunda mitad del siglo XX.
Nos ha dejado en estos días Carlos Bousoño, el amigo entrañable y generoso, de chispeante conversación, con la que iba desde los asuntos más serios y profundos a la repentina observación ingeniosa y divertida. Era simpatía y amenidad sin el menor asomo de pedantería. Se va el hombre, al que echaremos terriblemente de menos sus amigos, pero es una suerte poder volver sobre su obra y hallar en ella su gran lección estética, moral e intelectual.
 
En su teoría y en su crítica, fundamentales para un replanteamiento del hecho literario fuera y dentro de nuestras fronteras, pero sobre todo en su poesía –campo en el que nos centraremos aquí– reencontramos a la persona inteligente, entusiasta y vitalista que fue. Y junto a ese lado luminoso suyo, su inevitable reverso, que también le pertenecía por completo: la conciencia lúcida del carácter fugaz y perecedero del propio existir. Cuando leemos la poesía de Bousoño, sentimos que en ella está volcada su persona con esa rara intensidad que solo consiguen las palabras verdaderas de un poeta; allí está expresada la alegría y el goce de vivir y, a la vez, la angustia por la muerte. Esta ambivalencia se extiende fielmente por toda su obra, desde el inicial libro Subida al amor (1945) hasta sus últimas recreaciones de El martillo en el yunque (1996).
 
Un poeta se forma al amor de los libros. En su arranque, primero es lector, con una pasión con la que pocas veces luego volverá a leer, y después, ya se verá si las condiciones de su entorno y sus aptitudes naturales le acaban haciendo poeta. Pero lo que lee en aquellos años formativos, la admiración que le despiertan ciertos autores, los pasajes que por puro placer memoriza…, todo eso sabemos que contribuye poderosamente a determinar una vocación poética. Como dice Michel Buttor: “Nacemos en el interior de los libros”.

 

Carlos Bousoño pasó muy pronto, a los trece años, con una precocidad que descubría su talento innato, por esa fase de impenitente lector. Comenzó a leer las obras de los autores románticos españoles, Zorrilla, Espronceda, Campoamor (en lo que éste pueda tener de romanticismo tardío), porque, aunque era literatura que ya se había visto superada por el modernismo de Rubén Darío y la nueva poesía pura de Juan Ramón Jiménez, esos eran los libros que él tenía a mano en la biblioteca de un tío abuelo suyo, coetáneo rigurosamente de los poetas del siglo XIX citados. Cumplió no obstante aquella fervorosa lectura con su función de avivar la conciencia del jovencísimo Carlos y despertarle la necesidad de escribir. Pero también tuvo algo de extravío y de riesgo, porque, no lo olvidemos, estamos en 1936, a las puertas de la Guerra Civil, y otra muy distinta era la poesía que cultivaban los poetas de la estricta contemporaneidad: el grupo de Guillén y Lorca, la Generación del 27. Por eso no es de extrañar que los primeros “balbuceos” que escribió Bousoño estuvieran tan alejados del gusto y la sensibilidad de su época. Aquellos títulos juveniles (Quebrando albores y Clamores de cielo y tierra, publicados en México por una generosa mano familiar, sin el consentimiento suyo) hizo bien no reconociéndolos después como obra propia.
 
Sin duda esa experiencia debió de ser insatisfactoria para él, pero tuvo también su lado estimulante al reactivar su capacidad crítica y al hacerle comprender que la voz de un poeta ha de correr ligada siempre a su tiempo. Al tiempo histórico y al tiempo biográfico. Eso haría de Bousoño en lo sucesivo un poeta temporalista o “poeta del tiempo”, por utilizar la expresión de José Olivio Jiménez, pero sin cargar las tintas en todo lo que de anecdótico e insustancial el presente tiene. Eso lo alejó de la poesía social. Su temor a depender de la tiranía del hoy, con sus caprichos y sus efímeros compromisos y modas, lo reconocía en esta frase extraída de una poética suya: “Quien es poeta muy de hoy no lo será de mañana”.
 
Como miembro de la Primera Generación poética de posguerra, participó como no podía ser de otro modo de las preocupaciones que movieron a otros poetas de su época, pero con un grado de libertad e independencia que no permite encuadrarlo en ninguna de las tendencias habitualmente reconocidas. Está en todas y no pertenece a ninguna.

 
 
Sus libros iniciales, de una espiritualidad vuelta amor, no están alejados de la poesía de Valverde, pero Bousoño nada tiene de “poeta católico”; su rebeldía religiosa lo acerca más bien a Blas de Otero en los momentos más desesperados de Subida al amor (“Bésame, arráncame los besos, sórbeme / la vida con tus labios grandes”) y en su tercer libro, Noche del sentido, de 1957, el más angustiado y nihilista de los suyos. La lección mística de San Juan de la Cruz está presente aquí desde el título mismo. Coincide también con Gabriel Celaya en su preocupación patriótica; consideraba José Luis Cano en su libro El tema de España en la poesía española contemporánea que “el mérito de introducir el tema de la patria en la poesía española de posguerra corresponde por entero a Carlos Bousoño” y daba la fecha de 1945 como la del arranque de este tema nuevo, abordado siempre por Bousoño con tanta pasión como agudo espíritu crítico. No por ello la poesía bousoniana derivaría hacia los postulados de la poesía comprometida o de la poesía social, que no tardaría en aparecer.
 
Resulta ejemplar, en este sentido, la integridad intelectual del poeta, que antepone a cualquier otro interés el compromiso con su propia obra y la lealtad a su proceso creativo. Aquí estamos hablando de su concepción estética y de la definición de un lenguaje poético que le permita ser completamente él. Como recordaba Edmund Wilson en su clásico ensayo El castillo de Axel: “La tarea del poeta es hallar, inventar, el lenguaje especial y único que convenga a la expresión de su personalidad y sentimientos”. Bousoño asume esa “tarea”. Desde el principio hasta el final. Y busca para su ser contradictorio y dividido por “el carácter dual”, como él lo llama, de su visión del mundo, un lenguaje cargado de símbolos contrapuestos, que sean himno y elegía a la vez, exaltación y dolor. Esa visión, con diferencia de matiz y grado, le acompañará hasta su último libro.
 
Una fecha decisiva: 1967. Aparece ese año Oda en la ceniza. En pleno auge de la poesía realista que dominaba el horizonte poético español de la Primera Generación de posguerra (con salvadas excepciones, el “Grupo Cántico” una de ellas), Bousoño retoma una poesía de expresión irracionalista, aunque con un sesgo nuevo y original, muy en consonancia con el teórico que había demostrado ser. “El parecido –escribe Bousoño– entre el poeta y el teórico se acentuaba”. No se trataba de volver a la irracionalidad que trajo el surrealismo en los años 20, sino de desplegar unas formas más complejas como correlato de la misma complejidad del mundo y de la existencia. Este nuevo irracionalismo tiende a hacerse narrativo en muchas ocasiones, y en otras claramente se orienta hacia el ensayo: “Conoce aquel que sufre y no el que hace sufrir, / éste no sobrevive a su conocimiento / y aunque tampoco el otro muchas veces / puede sobrellevar esa experiencia / terrible, logra en otras / escuchar sorprendido / el más puro concierto” (“Análisis del sufrimiento”). La palabra alcanza un peso filosófico como pocas veces antes.

 

Toda la poesía de Carlos Bousoño ha sido un lento crecimiento desde un núcleo de sentido que no se ha visto esencialmente modificado con el paso de los años. El poeta está obligado a evolucionar. Esa necesidad de cambio y renovación le llevó en sus últimos libros a tratar la “visión del mundo” que tenía con imágenes nuevas, con más fuerza si cabe, y con inolvidables construcciones poemáticas. Es el caso de la misteriosa habitación cerrada, no se sabe por quién (el recuerdo de El ángel exterminador, de Luis Buñuel, es inevitable), en el poema “La encerrona”; o el del tejedor apremiado a terminar de coser una prenda inverosímil, prenda que es la propia vida y, al final, la mortaja; o el callejón sin salida, en plena noche, y en el que acechan todos los peligros (“El callejón”), son algunas de estas memorables imágenes a las que recurre Bousoño para componer la iconografía del sufrimiento.
 
La mayor parte de estos poemas finales resultan ser, en realidad, verdaderos introitos a un problemático ultramundo, presentido unas veces como maravilloso y otras como sobrecogedor. Vida y muerte: poesía desde el umbral. Ahora que lo ha traspasado definitivamente, nos quedamos al margen, con recogimiento, pero sin saber si habrá dado con la anhelada puerta de salida a la luz, a la liberación. 

(*) Alejandro Duque Amusco es poeta y antólogo de Carlos Bousoño.
 
Alejandro Duque Amusco (*)

Alejandro Duque Amusco (*)

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