Reseña literaria

Misión del ágrafo

En estos tiempos donde se publica y se escribe más que nunca, el ejercicio de grafía de Antonio Valdecantos sugiere de una forma maestra una nueva perspectiva del ejercicio de des-escritura.
La misión es también transmisión y la agrafía es mucho más que, como apunta el diccionario de la Real Academia, un ser incapaz de escribir o no saber hacerlo. En Misión del ágrafo de Antonio Valdecantos (La Uña Rota Ediciones), la ironía y profundidad del discurso apuntan mucho más certeramente, la agrafía y su misión tienen mucho más que aludir que una simple incapacidad. En la trastienda se encuentra una pregunta que quizá deberíamos empezar a plantearnos ¿para qué escribir? que se junta a los textos que nos dicen como empezar a callarnos. En estos tiempos donde se publica y se escribe más que nunca, un ejercicio de grafía como este es, desde luego, sugerente y excepcional. Gracias a la labor editorial impecable de La uña rota se nos presenta esta misión codificada, causa y consecuencia de la textura del mundo.
 
Bien, dos monstruos se encuentra aquí reunidos. No porque sea un ensayo de terror sino porque los dos grafómanos aquí reunidos son dos monstruos que muestran con maestría. El juego de palabras no es redundante. Dos pensadores –oficio de hoy escasa y verdadera afiliación- que si no logran el propósito de la propia grafía se acercan de una forma que a veces da miedo, cualquiera que sea su propósito, y sacan de lo oculto, miradas que dicen en los tiempos en los que todo está ya dicho. Un desafío para la escritura misma.
 
En el ejercicio de grafía de Antonio Valdecantos retumba la pregunta desde el clamor de la escritura misma: ¿De dónde nace su necesidad? Necesidad quizá sea una palabra cuyo determinismo nos lleve a unas derivaciones demasiado rígidas, pero es en su ejercicio con la justicia y desde la necesidad donde se plantea este ensayo y la reflexión sobre la escritura. Pero ¿qué es un ágrafo? Según Antonio Valdecantos: “El ágrafo es casi un exacto Antibartleby, que, ante cualquier sugestión para que escriba algo, contestará con toda la ironía que es posible en este mundo: Yo, por mi parte, preferiría hacerlo”.
 
José Manuel Cuesta Abad en su prólogo titulado El revés de la escritura alude: “El prefijo de á-grafo marca, no una negación drástica, no una imposibilidad, sino una privación mas o menos decidida y obstinada, de modo que la condición agráfica resulta inseparable, según toda evidencia, del deseo y el acto (inversos) de escritura.” Un Revés de la escritura que es: “contratiempo e infortunio de la letra, pérfido lado oculto de la mano que (des-)teje el texto, golpe que recibe de sí mismo con la mano vuelta quien escribe para saciar sobre todo su mero deseo de escribir”.
 
Para un grafómano el mundo es texto, es textual, es lenguaje. Se podría decir derrideanamente que no hay mundo sin lenguaje. Como decía Heidegger a propósito de Rilke el animal está en el mundo, y el ser humano está ante el mundo. Lo recoge y lo modifica desde la exterioridad, desde su ex/sistir. En esta textura de lo cognoscible al ser humano en su deseo de aprehenderlo todo, se le hace imposible su realización, sólo le queda un mero señalar desde el lenguaje, un diferenciar, un separar, una escritura que desteje, que desbroza haciendo camino. “El todo en cuestión señala aquello que cualquiera, llevado de un extraño impulso libidinal a la escritura, quiere decir justo porque no puede ser dicho, porque jamás podrá decirlo de una vez por todas: ese oscuro deseo de escribir que ningún escrito ha llegado a colmar. Deseo que hace de la escritura una acción contrariada e imperfectible”.
 
“El revés de la escritura es esta imposibilidad de decir lo re-querido una y otra vez y otra en la compulsión a (no-)escribir. Raíz común entre el ágrafo y el grafómano.” Antonio Valdecantos con su maestra ironía: “El grafómano taciturno es un ágrafo al revés que, cada vez que tiene algo que decir, lo calla y lo escribe, y que actúa de ese modo porque el habla se le pega de manera parecida a lo que le ocurre al ágrafo con la escritura”.
 
Pero además Valdecantos, como se atreve –a través- a mencionar José Manuel Cuesta Abad, es un moralista. “El moralista se inclina a sospechar que el ethos de un hombre –por cuanto tiene de carácter pretendidamente constante- no es mas que un pathos que el habito ha convertido al fin en índole permanente” La propuesta de trasfondo de Antonio quizá venga anclada, como decíamos, en una especie de estrato que busca la justicia o simplemente cierto equilibro detrás de todo ejercicio de grafía tanto sea la agrafía como la grafomanía. Así en un capítulo Valdecantos recoge cierto parentesco nietzscheano en su Genealogía de la moral a propósito de los ideales ascéticos. El ágrafo bien podría parecerse a la figura del sacerdote: “La agrafía es una forma extrema de ascetismo que revela un aprecio de la letra impresa enormemente superior al acostumbrado”. En las sombras de la agrafía, las dos figuras quizá más moralistas de nuestra civilización: Sócrates y Jesucristo. ¿Qué nos dice la agrafía en relación a la ética? ¿Es la agrafía la propia misión? Pero cuidado, no hay que confundir el ágrafo con el charlatán: “el primero no habla nunca de sí mismo, mientras que el segundo lo hace siempre”. 
Paula López Montero

Paula López Montero

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