Entrevista a Ignacio Peyró

"Para ser culto hay que leer El Quijote; para ser sabio, no"

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"Uno se da cuenta de que merece la pena perderse en los libros". Son palabras de Ignacio Peyró que cualquier amante de la lectura podría firmar. Periodista y escritor, Peyró, volcado actualmente en la comunicación política, ha trabajado como corresponsal político, redactor jefe de cultura y editor, colaborando con una gran cantidad de medios, de La Vanguardia a El Mundo y de El Español al ABC Cultural. Traductor y editor de clásicos como Waugh o Kipling, también ha impulsado publicaciones culturales como Ambos Mundos, y actualmente edita Nueva Revista digital y la opinión de The Objective. Su último libro, Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, es una excelente guía "para quienes desean emprender el viaje hacia el entendimiento de Inglaterra". Ritmos 21 habla con él.

 

P. En Pompa y circunstancia hace un análisis de la sociedad inglesa. ¿Podría hacer una radiografía de la sociedad española?

R. La sociedad española ha experimentado cambios muy profundos. En apenas una generación hemos pasado de la cartilla de racionamiento a que la alimentación solo sea problema por la obesidad o la anorexia. Hemos pasado de Carpanta a Masterchef y del rosario en familia a las rave parties. Hubo un gran momento, cuya anticipación había alimentado los mejores sueños del país, que fue la convalidación con los grandes o mejores países europeos. Nos quitó, quiero creer, cierto sentimiento de excepción. De hecho, los que hemos nacido, por ejemplo, en los primeros ochenta, hemos vivido los mejores años de toda la historia de España –años, además, en que vimos un ascenso sin interrupciones-.

 

"Ser muy críticos con nosotros mismos no parece hacernos mucho más exigentes con nosotros mismos"

Luego hemos tenido algo que creo que es más una crisis de crecimiento que una crisis existencial. Pienso que no podemos soslayarla; hay gente que, a la hora de examinar nuestros males, tiende a minimizar los efectos de la crisis, pero mi impresión es que nos ha hecho tanto daño que hemos llegado a dudar de todo. Quizá veníamos moralmente mal preparados, pero ¿cuándo lo está uno? En todo caso, ese dudar de todo me temo que sea injusto con nosotros mismos. Hoy lo vemos: pervive cierto espíritu flagelante hacia nuestro propio país, frente a la percepción de que España tiene problemas serios pero no muy ajenos a los que tienen otros países de nuestro ámbito. Hay algo de complacencia casi masoquista en mirar lo peor de nosotros mismos: algo debe alabarnos ese considerarnos tan malos, como si halagara una vanidad colectiva un poco tortuosa. En el fondo, me temo que en estas décadas hemos demostrado no pocas cosas –también durante la crisis-. Y lo curioso –o lo penoso- está en que ser muy críticos con nosotros mismos no parece hacernos mucho más exigentes con nosotros mismos.

 

P. ¿Qué tenemos que aprender los españoles de los británicos?

R. En el XIX todos les miraban con una admiración especial porque su liderazgo era indiscutible, y quizá sea injusto compararse con quien tiene –España la tuvo- la hegemonía de la época. Ahora mismo las cosas no son así. Hay puntos que son inevitables: por ejemplo, tienen una gran tradición parlamentaria que uno no puede improvisar. Nosotros, pese a que llevemos menos tiempo, no lo hemos hecho del todo mal –ni ellos, como se vio en los escándalos de años pasados, están libres de pecado-.

 

Lo que más me gusta de Inglaterra es una cierta falta de dramatismo en la vida pública. Aquí siempre parecemos que estamos al borde de la agonía; parece que cada mes y medio España va a explotar. También es importante en el mundo británico una cierta consideración hacia la cultura escrita, hacia los libros como eje de la transmisión del saber. La falta de tradición lectora, de una relación familiar con –digámoslo así- la sabiduría, me temo, es algo que nos ha hecho daño.

 

P. ¿Y qué pueden aprender los británicos de los españoles?

R. Pueden aprender a cocinar. Bromas aparte, tenemos una dulzura de vivir muy propia, seguramente inimitable, aunque tiene un punto de sombra: al pensar que “en ninguna parte se vive como aquí”, quizá no parezcamos mostrar grandes ambiciones de mejora. Es posible que, pese a que aquí tengamos algún exceso corrosivo en la materia, un punto de autocrítica sea sano. En términos intelectuales, nuestra relación con Europa –con el proyecto europeo- es más sana, mientras que para ellos no es ya un problema político, sino existencial: para nosotros ha sido una meta y un sueño cumplidos; para ellos no sólo es un problema antiguo, sino acrecido en las últimas décadas. Hubo unas muy buenas elites europeístas británicas tiempo atrás –hasta los ochenta-, ahora puestas en olvido. Y, con perdón por el tópico, la encrucijada de la consulta [Brexit] es dramática, entre otras cosas porque todas las partes perderían esa sana visión pragmática y antirretórica que los británicos aportan a la Unión.

 

P. Ellos han tenido personajes como Churchill, Hitchcock o Jack el Destripador. ¿A quién tenemos nosotros?

R. No nos podemos quejar de no haber dado al mundo grandes personajes: Don Juan, la Celestina, el Quijote, el Lazarillo… No falta una iconografía española reconocida universalmente, en ocasiones cargante hasta el tópico, quizá porque bebe mucho de una cultura popular que se quiere paralizada en el tiempo. Además, hay artes –pienso en las artes plásticas, o también en la música- que en Reino Unido se han vivido con algo de asignatura pendiente y aquí han conocido su lucimiento. De hecho, muchos de sus artífices –de Goya a Cervantes y de Velázquez a Lorca- parecen decir algo intrínseco de lo español, como una cierta épica. Es verdad que eso no está hoy muy de moda entre nosotros, pero también es cierto que hay ciertas tradiciones –la literaria, por ejemplo- en que hemos tenido una endogamia similar a cierta concepción nacionalista –como me decía un escritor hace poco, Pound y Eliot escribían cuando escribía Lorca, y es de temer que no sean lo mismo.  

 

P. Sorprende que muchos españoles no se hayan leído el Quijote.

R. Para ser culto hay que leer El Quijote; para ser sabio, seguramente no. El Quijote nos despierta algunos sentimientos contrapuestos, los propios de un libro más mitificado que leído. Como no nos es del todo familiar su lectura, tendemos a fosilizarlo como un monumento. Y arrastramos cierta culpa de no haber seguido su tradición o de que, por así decir, nos lo hayan descubierto otros, al tiempo que luego se ha querido hacer mucha patria exasperada con el libro. De todos modos, las relaciones con estas cuestiones, no por complejas, han de dejar de ser ricas. Más allá de esto, tenemos un problema gordo con los libros.

 

"Es un poco sorprendente que hoy cualquier bloguero tenga más lectores que Plutarco"

El problema con la lectura, digamos los libros importantes, es que a veces puede costar, pero la educación y la experiencia deben ayudarse para hacernos saber que merecen la pena. Leer En busca del tiempo perdido requiere tiempo, un esfuerzo, que son bienes escasos, pero no hay lectura sin esfuerzo. Uno se da cuenta que merece la pena perderse en esos libros. De hecho, es sorprendente que, sin encontrarse con una tradición filológica muy ombliguista, los lectores y los llamados “prescriptores” hayan optado por una mirada literaria o una memoria cultural muy corta –por “clásico” entendemos el primer Auster-. Es un poco sorprendente que hoy cualquier bloguero tenga más lectores que Plutarco. Es una merma, porque –al final- la literatura es de lo que mejor nos narra un tiempo. Quiero decir que hay cosas que son mejor y más verdad cuando las cuenta la literatura.

 

P. ¿Consideraría a España como un país culto?

R. No sé hasta que punto los países son cultos o no. Lo que sí veo es que es más fácil que nunca ser culto: hay más bibliotecas públicas que nunca, en la red puedes ver todos los cuadros del mundo, entrar en mil y un archivos… Contamos con unas facilidades como nunca habíamos tenido antes. Podemos hacernos con libros a un coste y a un gasto de tiempo menor que nunca. Ahora, el que no es culto es porque no quiere. A la vez, al tener acceso a tanta cultura y con tanta rapidez, puede haber devaluado un poco el término: lejos del respeto reverencial de otro tiempo, ahora parece una especie de adorno que colgara de uno, quizá porque en los trabajos donde hoy se triunfa mundanalmente es cosa que no se aprecia o no se ve necesaria.

 

P. En una entrevista a Fernando Savater para Ritmos 21, el filósofo añadía que “eso que llaman crisis de valores es una bobada” porque justo los valores aparecen en tiempos de crisis. 

R. Seguramente la crisis haya sido una gran hora para los valores. La solidaridad, la familia, el voluntariado… nunca han sido mayores que ahora. Más que crisis de valores, en todo caso, tenemos la gran atomización propia de las sociedades liberales-occidentales, donde los valores parecen un gran buffet donde cada uno se sirve de lo que quiera dentro de los márgenes de la convivencia y la ley. Por eso, más que crisis de valores, podríamos hablar de cambios sustantivos. Una sociedad rural no pasa a ser una sociedad urbana sin cambios, sin traumas, etc. De hecho, es un mérito que nos escamoteamos el que los españoles hayan podido abrazar esos cambios sin una censura social intolerable –al menos hasta ahora, nos ha guiado, también en esto, un cierto instinto de moderación-.

 

P. ¿Qué valor puede aportar la cultura a la política?

R. Supongo que imagino algo más de lo que la política puede aportar a la cultura que al revés. Tendemos –y es tendencia creciente- a exagerar la separación temperamental que hay entre la intelectualidad y la cultura, cuando si uno repasa los grandes políticos de la historia, resulta que hay no pocos –de Gladstone al propio Churchill- que hoy parecerían patricios del espíritu. Lo que quiero decir es que no es inútil ni mucho menos tener políticos cultos y formados, y parece mentira que haya que decirlo. Uno es más sospechoso que nadie de las ideologías, pero sin ideas no hay política posible ni deseable –no hay acción política-. No todo es “administración rutinaria”. Hay otro punto en que la política –siempre deseosa de  moldear la cultura- puede actuar en este ámbito, y para bien: prestigiarla y hacerla deseable en la educación. E incluso en nuestro país quizá fuera deseable la reformulación de una cierta idea de la cultura hispánica en toda su amplitud –como un modo de entender la propia complejidad de nuestro país-. Dicho esto, aunque cultura y política hayan tenido no pocas promiscuidades desde tiempos de Virgilio, lo más higiénico para la cultura es una cierta soledad respecto del poder –la tentación de la política es siempre comprarnos el alma, aunque uno sea un artistazo.

 

 

P. Bauman, el filósofo que acuñó el término de identidad líquida, afirma en esa tesis que vivimos en la sociedad de lo efímero, lo fugaz. ¿Podría decirse que también hay una cultura líquida?

R. Quizá, pero al final, ¿quién sino uno determina su soberanía como lector? Hay una cultura –actos, eventos, éxitos, etc.- que es, como decía, una especie de adorno visible ad extra: algo así dice Jean Clair, uno hoy puede comprarse no sé qué cuadro más o menos por los mismos motivos por los que se compraría un bolso de Prada. Luego, el periodismo cultural –y lo dice quien ha ejercido y ejerce el oficio- tiene sus fatalidades: sacar noticias a diario sin saber la validez que les dará el tiempo, sin más criterio ni estándar que el propio saber o la propia intuición… Sí veo una cierta tiranía del titular y de las listas en el periodismo cultural en internet cuando más bien necesitamos droga dura. No todo ha de llegar a todo el mundo –quiero decir que en estos ámbitos es preferible tener la inclinación a pasarse de fino que la contraria-. Hay un problema, claro, cuando quien tiene que hablar de libros no ha leído ni tres libros gordos, y es una realidad habitual. Y también sobreestimamos lo contemporáneo en detrimento de la lección clásica, cosa mala, aunque eso no quiere decir que hoy –incluso más que en otros tiempos- haya creadores soberbios. En todo caso, como decía, uno no tiene por qué sucumbir a nada: uno sigue siendo un lector soberano, que sigue su propio camino lector con mayor o menor soledad intelectual.

 

P. Una de las cosas que señala Bauman es que consumimos cultura en vez de degustarla.

R. Siempre han existido el esnobismo, la moda y las tendencias. El esnobismo de hoy puede ser la opinión predominante de mañana. Hoy hay algo curioso: todo el mundo parece tener una conciencia cultural muy fuerte. Lo vemos cuando mueres alguien de relumbrón: hay una carrera por ser la primera plañidera; cualquier orco alardea de haber visitado la exposición de relumbrón del día. Esa misma conciencia se activa de tal manera que uno no pueda decir –por ejemplo- que le gusta la zarzuela, bajo pena de no volver a pisar Malasaña en 20 años. Revela, por tanto, una cierta inseguridad –por eso los alardes, digamos, de cultura clásica parecen tan ofensivos. Por otra parte, ahora vamos a la cultura de autodidactos, y eso es una pena. Yo mismo lo pienso en mi caso. Igual a los 16 años tenía que haber leído cosas mejores, a las que sin embargo tuve que llegar más tarde, porque te vas equivocando y demás, en parte por falta de guía. En ese recorrido espiritual hay un valor, sin duda: la cultura no es solo saber, es también carácter, y por tanto nos puede enriquecer hasta lo malo, pero también un precio de tiempo que se paga. En todo caso, uno echa de menos un mayor énfasis en la transmisión del conocimiento –eso nos puede ayudar a hacer un escrutinio más exigente de lo que es cultura y de lo que es mera manifestación sociológica.

 

P. ¿Se puede vivir en la actualidad sin Internet?

R. A veces, sin ser para nada tecnófobo, las redes me hacen pensar en esa vieja frase que dice que hay muertes del espíritu por exceso de compañía. Vivimos la vida en directo, retransmitida; tenemos un perfil público que antes sólo algunos personajes debían tener. Es una especie de conspiración contra la soledad que exigen la lectura y la escritura, pero cada uno usa sus tretas para escapar a ella, y puede lograrse. Luego, la red –también para la creación- tiene innumerables ventajas, incluso el encontrarse con gente que comparte los propios intereses para formar una gran conversación. También hay que tener en cuenta que los productos culturales de una cierta ambición no juegan en una liga de la fama –del retuit, dijéramos- sino del prestigio. En cuanto a la inmediatez que propician las redes, nos afecta a todos, por lo que no hay que perder el norte: un libro llegará más lejos y más hondo que cien artículos; la duración, pese a todo, los esfuerzos sostenidos en el tiempo, siguen siendo fundamentales. También hay un silencio del pensar que las redes pueden asfixiar –pero, del mismo modo, en ellas no dejamos de descubrir nuevas cosas que nos hacen pensar. Lo importante: no reducir el pensamiento a tuit, ni juzgar una descortesía un texto más largo de lo habitual. No todo es de leer rápido y tirar.

 

P. Juan Manuel de Prada afirmó en una entrevista que “los escritores somos lacayos del poder” puesto que es difícil leer una novela en la que no están todos los clichés de lo políticamente correcto. ¿Se siente usted así?

R. Yo no entiendo la literatura en relación con ningún poder, sino con el ahondamiento de la propia alma –al fin y al cabo, qué es la escritura sino una resistencia del espíritu-. A mí, el tema de los best sellers me es tan ajeno como la interpretación astrológica –o, ya puestos, el tema de la industria editorial precisamente como industria-. Ha habido grandes libros que se han vendido un montón y otros que no; generalmente, lo que sí sabemos es que lo que queda es lo que leen unas ciertas élites. Por lo demás, ya decía alguien que el papel de un escritor o de un intelectual quizá consista, precisamente, en no estar de moda –un trabajo en soledad atenta, pero en soledad. Como decía Claudel, cada uno tiene como misión aportar une seule petite chose. Lo demás me temo que no tiene tanto que ver con lo que es el escribir.

 

P. [Esta última pregunta la realiza Daniel Capó, periodista y amigo de Ignacio Peyró] ¿Qué escritores admira y por qué? ¿Hay  alguna tradición, por fina que sea, que les hermane?

R. He leído mucha poesía, y tiendo a preferir la novela del XIX a la del XX –creo que es mucho más poderosa. Ahora leo ante todo ensayo. Respecto de muchas cosas que he leído siempre me he sentido con no poca soledad intelectual porque no eran en exceso apreciadas a mi alrededor. Uno, con esos entusiasmos, puede sentirse como el predicador ante un auditorio vacío. Por citar algunos autores: Morand, una especie de moralista del XVII en plena vanguardia, escritor pasmoso, quizá el gran estilo del siglo. Azorín, tan olvidado. Hoy y aquí, Valentí Puig, Jiménez Lozano, José Carlos Llop, sabios, finos y hondos en una tradición más bien dada al trazo grueso. Pero hay muchos más, claro.

Miguel Mirón Pérez

Miguel Mirón Pérez

Miguel Mirón Pérez es director de Ritmos 21 - Milennial Culture Information y consultor de comunicación en iDen Global.

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