Reseña del poemario

Un verdugo, una viuda y una bala

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Rafael Soler no soporta lejanías, y como nuevo Hitchcock no duda en asomarse, en personarse en el celuloide.

Es No eres nadie hasta que te disparan el cuarto poemario con el que culmina la serie que Rafael Soler iniciara en Maneras de volver (2008), al que siguieron Las cartas que debía y Ácido almíbar. Y es un trallazo que está sorprendiendo por su novedosa arquitextura. Quiero decir por su construcción y su tacto. No es poeta que vuelva a los espejos públicos si no tuviere nada distinto que decir de lo ya dicho. El libro, que es una provocación lectora, mantiene las coordenadas esenciales de voz y mundo de su autor, Algo necesario para hacer individual y reconocible a cualquier poeta. 

 

Tengo dicho de su mundo que es el del goce de la vida, el de entender la existencia como una posibilidad milagrosa, como un tesoro  que debemos dilapidar. Es preciso gastar la vida para saberla. Es preciso amar con quien ama y doler con quien duele. Del hecho de nacer, o que nos nazcan, al acto de morir, o que nos mueran, todo es disturbio, tanteo, suceso, indicio y aventura en los escritos de Rafael Soler. Mundo en el que el tedio es una celda y el amor, con sus complicaciones, la llave de lluvias que nos libera. De ahí nacerá su poesía joven, dispuesta, sin lugar para el lamento o la  resignación. Igual que lo vital de su persona.  De su voz digo que nadie que se enfrente a un poema de Rafael Soler ignora su autoría. Ya desde la excitación de sus títulos, su voz desconoce el sosiego, odia el reposo, desprecia las protecciones, ignora lo común, huye de lo ya andado. Y todo con la misma intensidad con la que abandona los elementos relatores del lenguaje o con la que elimina los signos de puntuación sin perder un ápice de ritmo, de cadencia.  Su voz, que entierra lo previsible dobla el puño de hierro de la sintaxis. Versos sin ropa, vestidos sólo con la inicial mayúscula y el punto que cierra. Espacios en donde las palabras se aprietan, y donde aquella que no trabaja, cede y sobra. Voz que nos exige, por lo mismo, una intensa atención en la lectura. O relectura.

 

El libro es un proyectil hacia la sien de la mediocridad en la poesía. Sostiene José Luis Morales, que la poesía verdaderamente joven la hacen poetas fuera de la edad. Aquí se cumple. Joven y actual. Un libro que no sé si inaugura un género, pero lo parece. ¿Dónde encontrar tal lujuria sintáctica para pespuntear una historia de lechos y peajes? Pocos en la meseta sin cumbres que es hoy la poesía española son capaces de sostener de esta manera la tensión en lo narrado. Y en el lenguaje con que se narra. Es un libro frontera del guión, al borde de la trama narrativa, con tinte y tizne de novela negra. Una sorprendente y lúcida originalidad de muertes y desamor. Pero libro de poemas. No esperen un argumento contado linealmente. Si Stendhal escribió que una novela es un espejo a lo largo del camino, un poemario es un espejo roto del cual solo recuperamos algunos de los fragmentos. Y en orden aleatorio. El hacer poético desbarata cualquier plan previsto porque lo primero es la poesía. La trama se ve subordinada a ser apuntes. Y en esto Rafael Soler lo tiene claro, la narración emerge en tanto que lo poético, el lenguaje poético se lo permite. Digamos que No eres nadie… se estructura en torno a seis cuadernos y a tres personajes con nombres propios: Elvira, Martín y Abel. También existe una mano que los convoca, que mueve sus hilos. ¿Un guionista de atrezzo? Pero… hagamos una rápida visión.

 

Primero: Cuaderno de Elvira. Elvira, “de mantis religiosa en el altar vestida”, amante ilusionada, niña swaroski, es descrita agudamente. ¡Qué bien conoce Soler estos derrames! Sobre todo en el poema Lo mejor de cada casa. Mujer amada y amadora hasta la llegada del infortunio, el que viene de la mano de la infidelidad o de la dejadez. Ahí germinarán el rechazo y el tedio. Futura viuda negra, su dignidad y su despecho la obligan a contratar un sicario con quien despachar a quien ya no la merece, aunque le siga queriendo. Segundo: Cuaderno de Martín. Martín, el amante, el disparado, el muerto por “un astra 22 de medio pelo”. Pistola que no es sino la  metáfora de un lár-ga-te disparadamente escupido. Aunque lo sea por mano sicaria y boca vicaria. Miren, si para vivir a veces es preciso ignorar que se vive, para morir puede ser necesaria la conciencia más rigurosa. Son 15 poemas en los que Martín, muerto ya, recuenta y reflexiona, sobre él, sobre Elvira, sobre modos y razones, mientras a su alrededor se agitan inspectores y forenses. Todo un acierto el escuchar a Martín cadáver contar en primera persona su versión de los hechos. Y recordar los avisos premonitorios.

 

Tercer apartado. Cuaderno de Abel. Abel es el matón contratado, el de vida subalterna, el del disparo a bocabala en el pasillo, el amante del coito matemático, el secundario con que la viuda negra ejecuta y ¿el sustituto de Martín en la cama de Elvira? Aquel al que una vez cumplido su encargo le llegará también el turno. (por Díos, que parezca un accidente). Anotemos que Abel no habla en primera persona, a Abel se le describe, que para eso hay categorías. Y guionista. Para Abel también el cuarto apartado De cuanto pudo acontecer y no sucede, donde se cuenta su muerte. Comprendan que no les diga cómo, ya dimos demasiadas pistas. A mi juicio, un apartado de belleza tan aguda y sorprendente como melancólica. El guionista se demora en el tiempo y su territorio, en testigos y detalles, en la despedida. Bien lo merece todo lo urdido por la orden chanel número cinco de nuestra Elvira viuda.   

 

Un sentido circular domina la armazón del poemario. Sentido que se muestra tanto en la repetición de personajes, que entran y salen, que van y vienen sin atropellarse, como en el hecho de que los poemas, planos secuencia, se presten con audacia versos unos a otros, incluso títulos. Lo mismo ocurre con las imágenes, que vuelan o que retornan. Algo propio del lenguaje del cine. Una estrategia para que permanezca, en quien lea, la acción como unidad, más allá de lo singular de cada poema.  ¿Poesía novelada en donde el poeta se disfraza de guionista como sugiere el capítulo cinco? Lo que estamos es ante un caleidoscopio atrevido y sagaz de los avatares del amor y sus agentes, ante un paseo por el alrededor de plenitudes y vacíos, ante el mundo cambiante del deseo en donde una derrota compartida es siempre la mitad de una victoria. O viceversa. Les aviso que todo ello es un imaginario muy querido por el autor. Por él se mueve Rafael Soler con enorme desparpajo.  

 

Tengo la impresión que él siempre ha querido escribir este libro, que lo siente como culminación de los tres anteriores en donde ha ido tanteando formas, modelos, emociones, hasta esta explosión de modos y propuestas que nos redime a los lectores de tanta rutina soportada. Una propuesta de la que deseo subrayar dos ligeros apuntes de su hacer. Primero, el gusto por la aposición del sustantivo que adjetiva a otro sustantivo. Así encontramos auténticos hallazgos. Niña swaroski, lengua salgari, órdenes chanel número 5, labio bisectriz, pasillo huracán, salobre silicona, tonta de estreno… Y señalar también su brisa irónica, tan leve como intensa en aromas, que no deja de advertirse a lo largo del libro. Así cuando narrando su autopsia y pensando en los médicos dice Martín: bastante tienen ellos,/ trabajando a la hora del partido O cuando, explicando a Abel: resalta A usted le gustaban los sonetos/, un disturbio fatal que disculpaba/ robando mandarinas. Y más, y más…  

 

No deseo cerrar estas líneas sin una advertencia sobre este libro-film, sobre esta producción de serie B en blanco y negro, que la poesía le ha impuesto a nuestro autor. En ella parece que hubiera reservado para sí mismo el puesto de guionista, pero no se fíen. Rafael Soler no soporta lejanías, y como nuevo Hitchcock no duda en asomarse, en personarse en el celuloide. Bien con alguna aparición fugaz, bien ocupando, por empatía, el lugar de sus personajes. Por allí está Rafael Soler, silbando, disimulando. Aunque luego, pudoroso, busque el refugio aislado de un sexto capítulo, de un último poema, para dejar pergeñado, a lo Velázquez, un propósito de autorretrato.

Francisco Caro

Francisco Caro

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