Regina Navarro

El jardín del microcuento

Regina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?

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Mejor no llores

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Ni rastro de café, ni de periódico. Tampoco había croissants y tuvo un mal presentimiento que la hizo correr hacia el baño.

Se hundía poco a poco, desapareciendo bajo su mirada y despidiéndose de una vida que, tal vez, le fue prestada. Ella se giró lentamente, dejándolo completamente solo y emprendió el camino de vuelta a casa. La noche era tranquila, apenas se escuchaba el eco de algún búho. Se adivinaban las estrellas. Estaba oscuro y, tal vez en otras circunstancias, habría tenido algo de miedo, pero no aquel día.

 

Llegó al jardín y abrió con cuidado la verja. En un tiempo fue de madera blanca, pero habían decidido pintarla de un verde carruaje, al menos eso es lo que rezaba en el bote de pintura. No querían ser como todos los demás, aunque no hacía falta cambiar el tono de la verja para darse cuenta de que eran completamente diferentes. Él con su barba bien recortada, ella con su pelo negro intenso, viviendo en uno de esos barrios de mujeres rubias y hombres perfectamente afeitados.

 

Esa noche no se desmaquilló, simplemente no le apetecía. Se metió en la cama en ropa interior, quedó profundamente dormida y soñó. Soñó un sueño de esos que parecen reales, plagado de recuerdos. Lo vio a él, besándola con cuidado en la mejilla, acariciándole los hombros, desabrochando lentamente su blusa. Luego todo se volvió oscuro y una sustancia pegajosa y caliente, de un rojo casi negro, resbalaba por sus manos.

 

Se despertó sobresaltada, con el cuello empapado en sudor e, inconscientemente, extendió el brazo hacia la otra mitad de la cama que estaba fría y vacía. No encontraba las chinelas con las que solía enfundar sus pies para estar por casa, tampoco la bata. Juraría que la noche anterior la había dejado en la silla, como siempre, pero solo se topó con el almohadón color borgoña. Tampoco había café recién hecho. ¿Dónde estaba? Siempre que se levantaba antes que ella la esperaba junto a la mesita de la ventana, leía las noticias mientras bebía café con leche y, cuando ella se acercaba, la besaba en los labios. Tal vez había ido a por croissants recién hechos. Disipó su sobresalto con una ducha de agua helada, de las que despiertan a cualquiera y ponen a tono los cuerpos aún sin fuerza tras la noche. Se enjabonó contemplando como la espuma resbalaba por sus piernas mientras tarareaba canciones inventadas. Se envolvió en una toalla blanca, llena de sangre, y gritó.

 

Abrió los ojos. El grito la despertó de su propio sueño. Se puso las zapatillas, se envolvió en la bata y fue a la cocina. Ni rastro de café, ni de periódico. Tampoco había croissants y tuvo un mal presentimiento que la hizo correr hacia el baño. No, la toalla no tenía sangre, se había deshecho de ella, igual que del cuchillo. Así que por fin había ocurrido… Todo era difuso en su mente, pero parecía cierto. Sonó el timbre. Un hombre vestido de uniforme empezó a dar vueltas y farfullar disculpas, a consolarla y ofrecerle un pañuelo para secar sus lágrimas. Sí, lo había hecho, lo había matado, y lloraba de alegría.

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