Ángela P.

El ambigú

El ambigú es la colaboración de Ángela P. en Ritmos 21. Un lugar al que ir en los entreactos. Una pequeña muestra de su visión personal sobre los temas más variopintos.

Ángela escribe el blog Pero qué broma es ésta. Lectora voraz, es autora del libro Relatos al ácido. Aficionada al teatro, al cine y a la música, a veces se calza las zapatillas de correr para compensar sus excesos gastronómicos.

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Los Cinco y yo

Algunos ejemplares de Los Cinco. Foto: Ángela P.

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"Temía que con Los Cinco y el tesoro de la isla me sucediera lo mismo que con otros libros que había intentado leer en vano. Su ilustración de cubierta no me llamaba la atención: un niño con pinta de niña sentado al lado de un perro y mirando el horizonte. Lo abrí una tarde de verano, en ese intervalo de dos o tres horas de silencio obligatorio que había después de comer, en el que sólo se podía dormir la siesta o ‹‹coger un libro››, como llamaba mi madre a leer".

 

Los Cinco y yo, Antonio Orejudo.

 

Los veranos de mi niñez se dividían en dos partes perfectamente diferenciadas: un mes de julio en el campo, con nuestras zapatillas Victoria desodorizadas todas las noches a golpe agitado de polvos de talco y un mes de agosto en la playa, en un pueblo de pescadores con un mar azul intensísimo y ocupado sin remedio, año tras año, por los turistas. Nosotros no éramos turistas, éramos veraneantes (así nos llamaban los oriundos) y nuestras familias habían colonizado el pueblo cuando no se iba uno de vacaciones, sino que aún se veraneaba. Nos considerábamos a nosotros mismos algo así como la “aristocracia veraniega” y paseábamos por la playa, con aires de grandeza, censurando los bañadores tipo slip y escandalizándonos con el topless al que, sin embargo, nos terminamos acostumbrando hasta llegar a la inmunización. No éramos tan molones como los que pasaban los veranos en el norte, pero eso no lo sabíamos. No conocíamos nada mejor. Nos parecía lo natural tener que buscar sitio en la playa para nuestra toalla y bañarnos tranquilamente sin temor a la hipotermia.

 

De esos meses de agosto recuerdo, con mucho cariño y entre otras muchas cosas, el olor de las roscas de anís que mi abuelo compraba para nosotros y que desayunábamos en la mastodóntica mesa de mármol de la cocina, mojándolas en un Cola Cao bien fresquito, los granizados de limón de la Jijonenca, con el punto justo de dulzura y acidez y que son los responsables de que vaya dejando abandonados vasos apenas mediados por toda la geografía española porque no “están a la altura” y la ingesta calórica simplemente no merece la pena, y las siestas eternas y pegajosas, leyendo los libros de Los Cinco.

 

Muchos de nosotros tenemos un “los Cinco y yo”. Antonio Orejudo cuenta el suyo en su libro, muy consecuentemente titulado, Los Cinco y yo (Tusquets Editores, 2017). La serie se popularizó en España a partir de los años sesenta por lo que Orejudo considera (y parece que lo dice como con un poco de pena, aunque con lo denostado que está el termino últimamente creo que es mucho peor ser de la generación millennial, encasillamiento al que me resisto rabiosamente puesto que nací en el límite) que es un elemento que define a su generación.

 

"Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares […] nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que han llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. Ellos leyeron a Salgari, a Julio Verne, las aventuras de Guillermo o de Tintín, pero no pudieron conocer a Enid Blyton porque hasta 1964 no se tradujo al español. Los Cinco y el tesoro de la isla se publicó ese año y desde entonces la Editorial Juventud no ha dejado de imprimirlo".

 

Siendo la generación de Antonio Orejudo, más o menos, la de mis padres y tíos, tuve la fortuna de disfrutar de un repertorio bastante extenso de libros de la Editorial Molino y de la Editorial Juventud. Muchos de ellos eran de Enid Blyton, como los de Las Torres de Malory o Los Siete Secretos; aunque mis preferidos fueron siempre los de Los Cinco.

 

No me acuerdo del argumento de ninguna aventura concreta de los cuatro chicos y el querido perro Tim, pero recuerdo perfectamente salivar evocando o preguntarme a qué sabrían, según los casos, las delicias culinarias que tan detalladamente se enumeraban. La cerveza de jengibre (hay por casa un bote de jengibre molido Hacendado y estoy tentada de echar un poco en una Mahou, a ver si acaso), el pastel de carne, bocadillos de pan tierno con jamón, tartaletas, crema de queso, pastel de chocolate… Muchas de las mezclas sonaban repugnantes (pasta de anchoas, lengua a la escarlata con guarnición de alubias…), pero parecía que los niños las comían con tal avidez que tenían que ser necesariamente deliciosas. También recuerdo preguntarme cómo habría conseguido Jorge que su perro fuera tan obediente; los de mi niñez apenas venían cuando los llamaba, ni imaginar que se los pudiera llevar sueltos de excursión y, aún hoy, mi perro me obedece sólo en casa, jamás en la calle, y con algún tipo de persuasivo chantaje en forma de olorosa golosina perruna.

 

Durante esas siestas estivales, antes de que mis abuelos, o mis tíos, o mis padres, se despertaran y nos llevaran a la feria o a la Jijonenca a comprar un granizado, los niños “cogíamos” un libro, uno de los volúmenes manoseados mil veces, algunos desencuadernados o con la cubierta separada y pasábamos las horas más aburridas del día en compañía de Los Cinco. Aunque, al contrario que Orejudo, en aquella época yo ya era una lectora bastante voraz, estoy convencida de que a los niños de mi casa el bendito aburrimiento nos condujo a la lectura y nos hizo mejores lectores. Por eso, cuando se desmanteló la casa, les pedí a mi madre y a mis tíos que rescataran para mí todos esos libros que marcaron mi niñez y mi futuro como lectora. Y aquí los tengo, en la casa familiar, a setecientos kilómetros de distancia del pueblecito de pescadores. Mirándome desde la estantería de mi cuarto.

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