Regina Navarro

El jardín del microcuento

Regina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?

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Blog | El jardín del microcuento

En playas desiertas

Ilustración: Guillermo Petit.

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A través de la ventana los árboles se sucedían en un baile monótono. Sus ramajes yertos acariciaban un cielo plagado de nubes grises que se perdían en el horizonte. Mientras, los pájaros volaban ansiosos, intentando alcanzar a los trenes que culebreaban por las vías.

 

A través de la ventana se desdibujaban los recuerdos de unos días eternos, de melena al viento y voces acompasadas. Luego estaban aquellas sucesiones de veranos que llamaban a la puerta y se empeñaban en entrar, aunque ya fuera demasiado tarde. Los helados de galleta, el olor a hierbabuena y lavanda, el sonido del agua que manaba a borbotones y su perfil sereno, que bajo el sol, tostaba cada rincón de su cuerpo. Escuchaba el sonido de su voz fuerte en las mañanas y los susurros a media noche. Palabras que habían enmudecido una tarde de aquel verano, cuando los niños aún corrían por la calle y sus brazos abrazaban a tientas su cintura demasiado frágil.

 

A través de la ventana llegaban los ecos de un pasado que acariciaba su nuca. Unos dedos ágiles enrollaban mechones de su pelo, lo sostenían en lo alto para dejarlo caer. Quería ver como se desenroscaba sobre su espalda y acariciaba al aire. Quería volver a verla, aunque fuera a contraluz. Y despedirse, decirle que siempre quiso acariciar su mano mientras las olas de Bécquer se rompían bramando en las playas desiertas. Que siempre quiso irse él primero, y perderse en la quietud del mes de agosto.

 

A través de la ventana le llegaba el olor de su perfume mezclado con el de la lluvia. Y aquella caricia de agua con almizcle le recordaba a las noches de verbena, a los bailes a media tarde y al sabor amargo de la ginebra que se mezclaba en con el de su saliva, la de ella, siempre dulce. Y sentía, de pronto, un escalofrío que lo golpeaba al saber que no volvería a saborear aquellos labios.

 

A través de la ventana observaba, con los ojos cerrados, una ciudad que se alzaba inerte. Paredes de ladrillo que ocultaban en su interior vidas prestadas y borraban de un plumazo los destellos de aquellos días en los que su cuerpo de abrazaba al de ella. En los que ella se acercaba a la ventana y le decía, sonriente, que fuera todavía brillaba el sol.

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