Reseña literaria

Trema

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Reseña de 'Trema', segundo poemario de Yasmín C. Moreno, después de la publicación de 'El beneficio de la enfermedad'.

Los que amamos la poesía, el lenguaje, somos en cierta medida adictos a un placer inusual que busca la plenitud y el ek-stasis entre los recovecos y desvelos de una conciencia en retirada y a menudo apesadumbrada. A-dictos, como hace mención Yasmín C. Moreno en su poema A-dictus del que recojo unos versos: “Las sustancias que llegaron/ y me secuestraron el cerebro/ Un reptil/
 enroscado/
 en su propio centro”. Ese secuestro, ese rapto, ese enroscamiento respecto de sí no sería sino el vicio del adicto. Leer a Yasmín C. Moreno es hacer frente a cierto tipo de re-pulsión, entendiendo ésta en un sentido literal, en la incomodidad que nos suscita la vuelta de tuerca, el retorcimiento de la pulsión, a cierto desvelo que quita la costra y enseña la herida, herida que es en definitiva la del lenguaje y la del fracaso de la tradición. No son baladís las citas a las que hace mención, por un lado a Aristóteles “pues la vejez es una especie de enfriamiento” y por otro a Silvia Plath: “I am/ slow as the world/ I am really patient”, punto de anclaje y bordamiento de una tradición y desembocadura de la misma por la que, a través de las palabras y el tiempo –también el histórico-, no habríamos hecho otra cosa que enfriarnos, que dejar que esa carga y gravedad del mundo pese sobre nuestros cuerpos. 

 

Penetrar Trema requiere cierto tipo de sensibilidad que, sin embargo, a pesar de las veces que se menciona la palabra miedo a lo largo del poemario, no tiene ese temor a encontrarse con una realidad cuyo torcimiento y cuya intelectualidad nos habla de las cosas de las que no se habla, de las cosas que la mirada evita. Tengo por otra parte la sensación de tener un libro entre las manos que será poco comprendido pero, y de nuevo a pesar de las veces que se hace mención a la esterilidad a lo largo del poemario, encuentro una sensibilidad tremendamente fértil y alusiva. La poesía al final, como el lenguaje, crea a través de la mirada del mundo y de la experiencia con o sobre él, la belleza, ¡ay la belleza! escribe: “Pero los cerezos no saben de la belleza de los cerezos” al igual que ella no sabe de la suya. La condena de la mujer y hombre moderno: el estar siempre en otro lugar, fuera, siempre otro que yo -Je suis un autre-.

 

Abrirse con Plath en la vértebra, el esqueleto, no puede sino caer en la tentación de hablar de la poesía confesional. Silvia Plath, Anne Sexton, Adrienne Rich retumban a lo largo del poemario, pero en ningún momento hacen sombra, sino que el poemario de Yasmín contiene la luz y calidad de sus predecesoras, monstruos maestros.

 

No hay más valiente que aquel que se atreve a mencionar las cosas como son: dolor, miedo, soledad. A propósito de la re-pulsión a la que hacíamos mención traigo a colación algunos versos que distan sin embargo por su cercanía: “La viuda se masturba con el/ esqueleto del marido/
con las uñas rígidas y largas/ como sólo pueden serlo/ las de los muertos.” O “esa telilla de fruto mohoso en mis ojos/ sacarla aunque sea/
a la manera de las polillas contra una lámpara".

 

 

El miedo, la enfermedad, la muerte no formarían más que esa autoconciencia que hoy es poema y poemario y que ya encontraba su voz en El beneficio de la enfermedad: “La muerte/
 un batir
de ventrículos arrítmicos/ y mariposas.”, “Mi enfermedad es crónica como la vida.” O “Tengo miedo de mí misma/ igual/
 que el agua/
 tiene miedo de ahogarse.” A propósito de estos últimos versos, se habla del vicio al que hacíamos mención pero en su inevitabilidad, en su naturalidad, en el no poder ser de otra forma.

 

Da con el perfil del occidental cansado-moderno, tendiente al individualismo, a la esquizofrenia, al exceso y a la pulsión de muerte –Thanatos- “Hemos consumido la salud como la poesía,/
con el insomnio exclusivo de los viejos/.
Hemos gastado nuestro cuerpo hasta la extenuación/ cuando llegamos caminando a París/no para morir:/
para vivir como si hubiéramos muerto.” En Pequeño holocausto escribe: “Por eso es necesario escribir,/
 porque la memoria no fosiliza/
 porque en el amor, como en la bulimia,/ todo tiene que ser rápido.” O “Ese lugar/
 umbilical al que se vuelve/ porque tiene acumulada/ toda/ la tristeza de los tiempos”.

 

Escribir, así, es no tener miedo, aislarlo, afrontarlo con punzamiento y conciencia. Saber que estar sólo es inevitable: “Un vacío. Toda la vida/
llenar un vacío./
El útero, el estómago, la boca,/ la casa.” Que la poesía, al fin y al cabo, es una forma de ser: “Sacar una a una las hojas del cerebro en otoño/ me
 repliego/
 sólo/ porque no sé/ hacer/ 
otra cosa”.

 

Me llaman la atención la dualidad nacimiento y muerte, luz y oscuridad y su conjugación en su dar a luz anhelado. Aunque la palabra también es fracaso, no hay nada más lumínico que atreverse a dejar que las cosas se pronuncien y gesten su luz entre nuestras esquinas. La oscuridad, en definitiva, no deja de hablarnos de otra sensibilidad, de otro lugar del que no se ve el fondo y que por ello nunca será nuestro del todo. No renunciar a la sombra es, sin embargo, un ejercicio que no pocos pueden soportar.

Paula López Montero

Paula López Montero

Paula López Montero, Madrid, 1993. Crítica cultural, ensayista y escritora. Colabora en la crítica cinematográfica de la revista Cine Divergente, y ha apoyado proyectos emergentes como la red cultural Dafy, y promovido y organizado eventos poético-musicales en la capital. Es editora del suplemento de poesía Verso Blanco, de Ritmos 21.

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