Como diría la canción, los tiempos están cambiando desde que en el año 2008 comenzara la crisis económica. Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974), profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, lo constata en su último libro, La democracia sentimental (Página Indómita, 2017), que nos sirve también de excusa para conversar con él, en una de esas despistadas tardes en la que Madrid ha quedado hinchado de un verano adelantado.
Arias Maldonado pertenece a la última generación de intelectuales incorporada al debáte público. Y mientras otros templan armas como la ideología o el partidismo, Maldonado hace lo propio con la racionalidad y la emotividad, que entrevera con disciplinas como la neurociancia o la sociología, lo que le convierte no sólo en uno de los intelectuales mejor pertrechados para la observación y análisis, sino también en un conversador torrencial, que se desborda por las fronteras de cualquier entrevista.
Plantea una sentimentalización de la vida pública. Entiendo que toda democracia tiene un punto de sentimental, en cuanto es un sistema de confrontación.
Sí, aunque no sé si es la confrontación de partidos lo que convierte a la democracia en intrínsecamente sentimental o le proporciona una dimensión sentimental. Ya que habría que explicar los efectos que produce esa confrontación y por qué conduce a un discurso político que apela con frecuencia a la emoción. Lo que es un hecho es que el propio enfrentamiento entre partidos genera pasiones políticas negativas.
Fotografía: Mario Sánchez
Me refiero a que los partidos, al pretender concitar mayorías, acaban generando discursos en base a emociones que es más fácil que ideas.
Sí, pero vamos por partes. Por un lado, una democracia es un régimen afectivo por definición, porque el sujeto no puede desligarse de su afectividad. Esto es algo que hemos ido aprendiendo a lo largo de los últimos años, desmontando el cartesianismo y recuperando un poco a Hume, si lo planteamos en términos de historia de las ideas. Por otro, está lo que tú planteas: que los partidos para lograr mayorías tienen que elaborar discursos con fuerte valencia simbólica.
"No somos tan libres como pensamos, no decidimos tan racionalmente como creemos"
No obstante, las emociones se basan en ideas; un partido suelta ideas. Aunque puedan ser muy simplistas. Cómo esas ideas se ponen sobre la mesa es lo que puede ser más o menos emotivista. Es cierto que si la idea que quieres lanzar es que el pueblo virtuoso ha sido saqueado por las élites malignas, esa narración, de suyo, es mucho más sentimentalizante que la discusión acerca de la política pública de la sanidad, por ejemplo. Y a su vez, si me apuras, la discusión sobre la sanidad pública se puede hacer en términos técnicos o en términos afectivos. Tú puedes hablar desde el ángulo de los profesionales de bata blanca que se desviven por nuestros mayores o desde una perspectiva de coste-beneficio o gestión. Por tanto, las democracias siempre han sido sentimentales, pero en una crisis la efervescencia emocional aumenta y vira un poco más si cabe a las pasiones negativas. Y por otra parte, estamos averiguando hoy cosas nuevas sobre la relación entre nuestra afectividad y nuestra racionalidad.
Hay una primera parte en el libro en la que, me da la sensación, se plantea un asedio a la razón.
No sé si eso es mucho decir. Date cuenta que, cito a Boris Groys, el régimen político racional o hiperracionalista es el comunismo: es una utopía positivista, hija de la Ilustración. Mientras que el liberalismo no deja de ser una ideología o una doctrina que nace contra los abusos de poder y para proteger la autonomía individual y que descree de que haya verdades absolutas o al menos, cree en la necesidad de poner constantemente sobre la mesa la discusión sobre cuáles son las verdades públicas y por tanto, no es un régimen tan racional. Sus promotores son conscientes de que los seres humanos se mueven por motivaciones muy distintas y por las cuales, recuerda a Adam Smith, está la pasión por el enriquecimiento propio o el egoísmo. Desde ese punto de vista, el liberalismo no es tan racionalista, aunque su arquitectura legal sea producto de la razón. Pero incluso podríamos completar esta idea diciendo que hay un discurso liberal emocional que es la pasión por la libertad, la defensa de la libertad, que es algo muy propio del liberalismo de la Guerra Fría.
Entonces, ¿qué ha pasado?
Ideologías como el nacionalismo o el populismo tienen un punto antintelectual, porque defienden la comunidad. Pero ¿esto es esencialmente negativo?, no necesariamente. El propio conservadurismo apela a la necesidad de conservar los vínculos sociales y la generación de sentido comunitario. El problema surge cuando ese discurso populista-nacionalista toma la democracia liberal como enemigo. Desde ese punto de vista sí podríamos quizá hablar si no de un asalto a la razón, sí de una erosión de la primacía de la razón como instrumento rector de nuestras comunidades políticas. Ahora bien, también sería necesario preguntarse cuándo ha sido la razón la única guía. Tú miras la historia del siglo XX y no ha sido especialmente edificante o mira la Ilustración… ¡en nombre de la razón se colonizó África! La razón ha conocido sus excesos. Más que un asalto, hablaría de un socavamiento.
Foto: Mario Sánchez.
Sitúa el año 2008 y la crisis económica como punto de arranque para su obra. Pero, ¿no ha de haber una crisis previa, un horadamiento general previo?
Vamos a ver. El año 2008 lo que marca, y creo que es más relevante que el propio daño socioecónomico que genera la crisis, es un shock psicopolítico. Un shock al ver que un mundo que llevaba más de un década instalado en el crecimiento económico, y que parecía cómodamente instalado en él por la caída del socialismo planificado, genera una ansiedad y una desconfianza hacia las élites que intensifica temores y sentimientos preexistentes. Lo que sucede es que las intensifica muy considerablemente. Tú mismo mencionas el ejemplo del populismo… El populismo de izquierda en Europa sí es nuevo: Podemos, Beppe Grillo y compañía lo son, aunque Podemos toma modelos latinoamericanos. Pero el populismo de derecha preexiste a la crisis: Marine Le Pen, Los Auténticos Finlandeses y demás, que sencillamente, antes de la crisis, se manejaban en porcentajes de voto algo inferiores.
¿Marginales?
No sé si tan marginales. En Austria por ejemplo, el populismo de derechas llegó a tener un 10-15% de los votos. No es tan marginal. Lo que sucede es que como el sistema es parlamentario, estaban aislados. Y la crisis les da una nueva vida. Por eso la crisis, de alguna manera, nos sirve de marcador e intensificador de problemas que estaban ahí presentes. Fíjate que Pankaj Mishra, en un libro reciente que podríamos traducir como Tiempo de Ira [Age of Anger: A history of the present, 2017], dice que la crisis de sentido que genera la modernidad y que genera un impacto brutal en Europa en el siglo XX y produce dos guerras mundiales, ahora se estaría globalizando. Y que lo que vivimos ahora es la extensión global de aquella crisis de la modernidad que él resume como que la individualización no viene acompañada de los instrumentos que sirven a cada individuo para realizarse. Como ves, ninguna crisis surge del vacío. En esta hay continuidades con lo anterior, por ejemplo el fenómeno del terrorismo islamista es un poco previo a la crisis del 2008 al que ahora el ISIS le ha dado una nueva forma.
Entonces, ¿dónde está la novedad?
En los instrumentos. Son nuevos los instrumentos de que disponemos para analizar la realidad. El giro afectivo que menciono en el libro, de las ciencias sociales y humanidades, que en parte es un impacto de la neuropolítica, pero que tiene también otros orígenes (porque en los autores más antiliberales, el giro afectivo tiene otra fuente que es el feminismo, la recuperación del cuerpo, la crítica a los instrumentos de control social del cuerpo…) Por tanto, no es que el sujeto haya cambiado tan rápido, sino que han cambiado las gafas con que lo miramos.
Ha mencionado el giro afectivo, que creo esencial para entender su obra. ¿Qué es exactamente?, ¿un giro epistemológico?
El giro afectivo es una reacción al paradigma posestructuralista, que lo que dice es que somos lenguaje, una tabla rasa que acaba siendo un reflejo de los discursos dominantes en cada sociedad y que, por tanto, no portamos nada propio. Llegó a hablarse de la muerte del sujeto, incluso. A eso, Steven Pinker le opone su libro La Tabla Rasa, en el que dice que nacemos ya con una predeterminación genética que no nos determina por completo, pero que marca un componente biológico en nuestra conducta. El giro afectivo, que está relacionado con esto, es más amplio aún, porque abarca desde la neurociencia hasta, por ejemplo, la recuperación del cuerpo, la materialidad del cuerpo, las emociones… que es un poco, como un rechazo al racionalismo, al cartesianismo y la separación tajante de cuerpo y mente.
Foto: Mario Sánchez.
Es decir, la emotividad como un elemento liberador de los discursos dominantes.
En una versión, sí. Hay autores que incluso dicen que la libertad está en una serie de decisiones preconscientes, porque es aquello que no controlamos y que tampoco controla la sociedad. Igual que hay otros, más moderados, que dicen que como sólo buscamos nueva información cuando nos vemos angustiados, cuanto mayor sea la angustia, mejores ciudadanos seremos. ¡Una especie de democracia histérica! El giro afectivo tiene muchas variaciones. Pero no compromete la racionalidad occidental, porque las emociones no pueden pensarse a sí mismas. Es la paradoja del sujeto postsoberano que planteo en el libro: que a lo mejor no somos tan libres como pensamos, no decidimos tan racionalmente como creemos. Eso se ve muy bien en la serie sobre el asesinato de O.J. Simpson, en la que los negros del jurado no es que quieran liberar al acusado, sino que lo creen inocente porque han percibido todo el juicio desde la óptica de la discriminación racial.
¿Qué es exactamente lo que plantea con la paradoja del sujeto post-soberano?
Lo que planteo son distintas instancias que permiten hablar de una erosión de la soberanía individual, en las que está la emotividad, pero también los segos de la racionaldiad, la influencia de nuestros pares, de nuestro grupo social… todo eso, nos quieta soberanía. Pero si nos damos cuenta de eso, nos empoderamos porque disipamos la ilusión de la plena capacidad para tomar decisiones o la de pensar que determinadas ideas son nuestras, a lo que hay que añadir la parte de razón que tienen los posestructuralistas y los comunitaristas y la importancia del lenguaje y la comunidad en la formación de nuestra subjetividad.
Mencionaba antes a las élites que se han convertido en una especie de figuración indefinida a la que se identifica casi con un conciliábulo de sombras que se afanan en jorobar al personal…
El resentimiento hacia las élites es tan viejo como el hombre. Los viejos profetas de la antigüedad ya clamaban contra los ricos; más tarde, recordemos a Savonarola. No obstante, la modernidad trae consigo que no serán élites solamente aquellos que nacen en las élites, y que la escalera hacia ella es más grande que en el Antiguo Régimen. Pero claro, la igualdad de oportunidades es un ideal de muy difícil realización y que sólo puede llevarse a término de manera muy gradualista. Y eso es un hecho que en sí mismo genera resentimiento: que la persona que nace en un contexto desfavorecido intuye que hay ciertos niveles que no va a poder alcanzar… y eso genera un resentimiento que hace que en una época de crisis, le sea más sencillo la aceptación de discursos populistas, igual que un musulmán que está abandonado en una banlieu parisina puede irse con el ISIS.
Pero, ¿qué son? porque hoy se ha convertido en un concepto de significación líquida.
La definición de las élites no puede hacerse al margen del tipo de sociedad. En una sociedad democrática, se puede hacer una definición sociológica según la cual, las élites serían todos aquellos que de facto están en posiciones de poder o de influencia y que ejercen de suyo un mayor ascendiente sobre quienes deciden o sobre la forma que adopta esa sociedad. Es decir; el difunto Emilio Botín tiene más influencia sobre la sociedad que yo, y yo más que uno de mis alumnos.
¿Y han fallado?
Bueno… sí y no. Esa respuesta depende en buena medida de las expectativas que uno tenga en la maleabilidad de los procesos sociales. Hay que tener muy presente que las épocas de bonanza generan una conciencia colectiva e incluso una estructura de sentimientos que es casi el anverso de la que sobreviene cuando una crisis estalla. En España, por ejemplo, estamos ya interpretando nuestro pasado más reciente a la luz de la crisis y por tanto lo reconstruimos como hitos que conducen a la crisis, cuando en el momento en el que esas decisiones se tomaron tenían otra explicación narrativa. Por ejemplo: que los mecanismos de control financieros fallaron es obvio, pero ¿era tan fácil notarlo o corregirlos? Quizá, bajo aquel régimen de percepción, no. También hay que tener en cuenta que el ciudadano que critica a las élites se sumaba con entusiasmo a alguno de estos procesos, como las preferentes o la compra-venta de casas… y no estaba dispuesto a votar a un representante político que propusiera pinchar la burbuja inmobiliaria. Lo vimos en el debate Solbes-Pizarro; la gente prefirió creer a Solbes antes que a Pizarro, que llevaba razón. Por eso el régimen de percepción es algo que hemos de tener en cuenta: ¿podían las élites haberse manejado mejor? Pues sí. Pero no es tan fácil hacerlo, ni la infalibilidad que reclamamos a los políticos es hacedera.
*En los próximos días publicaremos la segunda parte de la entrevista.