Miguel Floriano

Nadie que habla

Miguel Floriano (Oviedo, 1992) ha publicado los libros de poemas Diablos y virtudes (Málaga, 2013), Tratado de identidad (Barcelona, 2015) Quizá el fervor (Sevilla, 2015) y Claudicaciones (Sevilla, 2016), además de la plaquette Solícito adiós (poemas acuciados) (Gijón, 2015) y, junto con algunos compañeros de generación, Principios Organizativos del Patarrealismo Salvaje (Madrid, 2016). Sus versos se incluyen en las antologías Diversos (Asturias, 2015), y Re-generación (Granada, 2016). Poemas suyos se recogen en las revistas Círculo de poesía, Estación Poesía y Anáfora. Ha preparado, junto al poeta Antonio Rivero Machina, la antología Nacer en otro tiempo (Sevilla, 2016). Dirige Lujuria crítica, su blog personal. Ejerce esporádicamente la crítica literaria en diversas plataformas y publicaciones. Reside en Oviedo.

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Ars mayeútica

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Recuerdo que hace algunos meses, en la tertulia Óliver, mientras comentábamos el presunto carácter hermético de los poemas de un determinado autor, uno de los presentes, ante un comentario jocoso y frívolo de otro de los contertulios al respecto de un par de versos, replicó con esta frase en apariencia insignificante pero de una enjundia significativa: Siempre es posible mofarse, ridiculizar un poema. Quisiera someter entonces a consideración, como punto de partida para el despliegue de argumentos, el siguiente interrogante(s), que ha sido formulado acaso –y me adelanto ya a una de las objeciones ulteriores más probables– a partir de una perspectiva reduccionista, dado que no frente a todos los tipos de poesía podría plantearse: ¿cómo es posible, para un lector de poemas, reconocer, e incluso conmoverse-con, la extraordinaria calidad de un puñado de versos y, al mismo tiempo, acoger o transigir con la certeza de que el poeta los haya concebido bajo una, digámoslo así, excesiva confianza nouménica, simpático afán de permanencia? ¿La comprensión del discurso lírico supone ineluctablemente no distinguir entre ambas realidades? ¿La figuración del yo enunciante que toda actividad poética comporta, en la que emisor y fuente están nítidamente diferenciados, es lo que permite al lector asumir la distancia entre la voz que habla en el poema y el impulso inefable que le dio origen? ¿Constituye esta circunstancia, por tanto, una premisa esencial en el avezado lector de poesía, o forma simplemente parte del cómputo de expectativas que todo suceso de lectura genera e impone, al margen de cualquier evaluación cualitativa del lector, si es que esta es viable en algún caso? Y quizá la pregunta menos ensimismada: ¿es esta disociación posible entre emisor y fuente lo que habilita un espacio habitable para cualquier otro ‘yo’ que se entregue al poema? Creo recordar que fue Borges quien aseguró en cierta ocasión que todo ejercicio intelectual conllevaba en última instancia un ejercicio de humor involuntario. ¿Qué idea encierran tales sentencias, la del agudo contertulio y la de Jorge Luis Borges?

 

Antes de terminar de plantear esta serie de cuestiones más o menos imposibles y algunas otras, citaré una apreciación que William Empson, en una praxis de soberana inteligencia, hace en el prólogo a la segunda edición de su Seven types of ambiguity. Es la que sigue: "Es claro que tenemos que aplicarnos bastante para eliminar implicaciones no deseadas en la lectura de poemas, y la prueba de que lo conseguimos es que en verdad nos sorprende cuando las revela una parodia[1]". Cuando las revela una parodia. ¿De qué forma podemos parodiar a un poeta? Se me ocurre una lectura en voz alta adoptando una modulación de la voz denodadamente acartonada, engolada, afectada, que ponga en evidencia todo ese entusiasmo espiritual que el poeta se dejó en la escritura. Cabe, pues, preguntarse si esta actividad paródica no equivale a una antítesis de la experiencia estética que el poema movilizó en nosotros. ¿Nos enojaríamos al escuchar a alguien declamar a Claudio Rodríguez fingiendo tonalmente una total comunión con el universo? ¿Reiríamos con él? ¿Cómo es posible conciliar un acto de conocimiento estético pleno, usualmente revestido de gravedad, y la posibilidad de distinguir en el objeto que lo suscita circunstancias susceptibles de remedo o simulacro paródico? ¿Tiene todo esto algo que ver con el proceso de naturalización que la poesía lleva a cabo en el lenguaje, aboliendo el trato instrumental y utilitario que el uso ordinario le confiere? ¿Está preparado el ser humano para tolerar sin recelo la transmisión, por parte de un semejante, de su unidad hombre-mundo, en lugar de una relación conceptual y mediatizada? ¿Cumple estrictamente la poesía –en el caso de que sea inevitable– o debe cumplir –en el caso de que el poeta esté impelido a sortear cualquier negocio solipsista o sacro–, como quiso Ortega, la función antropológica del ocio? Y por último: ¿conforma el fenómeno poético, la lectura de un poema, un acallamiento de una de las tendencias naturales de la percepción humana?

 

Quizá la solución a esta salva de preguntas que he expuesto, incisiva y apresuradamente, sea más modesta de lo que pudiera parecer. El poeta, cuando escribe, cuando maneja sus exquisitos materiales, es a la vez todos los poetas y todo lo poético, la humanidad entera y también todo lo esencialmente humano.

 

Dejo en manos de los lectores cualquier meditación al respecto.


[1] William Empson, Siete tipos de ambigüedad. México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 19.

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