Reivindicación de José María Requena, poeta

Hoy me siento muy campo
muy calle vacía esperándome
muy nada a punto de llevarse.
Prefiero no amargarme con nombres 
ni con recuerdos ni futuros.
Voy a echar mi alma
a rodar por una ladera,
a ver si alguien la detiene y la besa:
¿Eres tú el alma de José María?
 
Probablemente sea el último poema que salió de la pluma de José María Requena (Carmona, 1925 - Sevilla, 1998), uno de los escritores más emblemáticos de la Sevilla contemporánea, cuyo empeño poético se manifestó incluso antes que sus incursiones en el campo de la novela y el ensayo, géneros en los que consiguió los premios mas relevantes. Brillante fue en su profesión periodística, sin duda; pero su huella más profunda, la de su buen escribir con un estilo enteramente suyo, quedó plasmada un amplio muestrario de trabajos que le acreditan como una de las grandes figuras andaluzas de la literatura.
 
A la poesía aportó cuatro libros fundamentales. La primera obra publicada fue La sangre por las cosas, editado en 1956 por Ágora, cuando Requena aún era alumno en las aulas de la Escuela Oficial de Periodismo, tras haber licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla. Luego, 13 años después, la colección Adonais, publicó su Gracia pensativa, un libro que rompe todos los esquemas en lo que viene ser su viaje interior por las calles y rincones de Sevilla, esa Sevilla que el poeta describe como pocos: "Sevilla viene a ser, precisamente, lo que se supone a punto de llegar y no llega".
 
La vida cuando llueve, que vio la luz en 1987 de la mano de la editorial Dante, constituye un verdadero ejercicio poético sobre el eje común de la lluvia y en el que consigue extraerle con una elocuente sensibilidad todo sus simbolismos. La muerte le sorprendió sin ver editado su último libro de poemas: “A campo ajusticiado”, que oportunamente fue recuperado para el volumen de sus obras completas publicadas por el Ayuntamiento de Carmona, su pueblo natal, en 2002.
 
Quizá de toda su obra, la más conocida ha sido Gracia pensativa, el libro de un poeta en plena madurez. Llaman la atención sus formas, pero no menos llamativo resulta su visión de esa Sevilla ajena a lugares comunes, plasmada en mil estampas siempre alejadas de una visión superficial e inane, como ya desde los comienzos deja en evidencia el autor en versos como éstos:
 
No se canta la tierra de la entraña
con la tranquila voz de quien contempla
crepúsculos bonitos y amaneceres bobos,
sino con voz quemada y escocida
en la garganta del amor,
por la savia feroz de las raíces
con las que el hombre busca
un poquito de Dios
para las ramas altas de su sueño
 
A la tierra de uno, la tierra que se pisa
lo mismo que palomo enamorado a su paloma
se le canta a lo duro,
a picotazo limpio
a besos de morder,
a tajadas de hombre bajo Dios,
a corazón que se reparte
con otros corazones
en la tremenda mesa de Manuel el Cristo.
 
Yo quiero que mi canto a Sevilla
no sepa a miel, ni tampoco a odio,
sino al sabor ingenuamente amargo
de espárrago triguero
que tiene todo amor cuando se vive
con miedo a que se duerma
sobre un jergón de ausencia
en el olvido.
 
Bajo esa perspectiva se suceden lo que más que descripciones son llamadas de atención sobre aspectos --unos urbanos, otros sobre el propio paisanaje-- que a quien mira sin sensibilidad se le pasan por alto. Y así se construye su canto Guadalquivir, o su visión de esa Triana, que es mucho más que un barrio popular
 
¿No será que Sevilla
se quita su ropaje
de lujo acumulado, allá en Triana
y se queda desnuda, encales vivas,
fuera del tiempo, verdadera,
alma de tópico grandioso,
gracia sentida y no visible?
 
Pero para quienes no están en los entresijos de ese ser de Sevilla, resultan muy oportunas referencias que aún siendo poco conocidas en unas pocas palabras quedan retratadas. Es el caso de los versos que dedican a una institución tan arraigada en Sevilla como las Hermanas de la Cruz, aquellas de las que el poeta comienza diciendo:
 
Hábitos color de tierra
recién llovida y desolada
 
Velos negros, de luto casi alegre
por los pobres tan pobres
que con morir diciendo Padre mío
se salvan y nos salvan.
 
Llevan suelas de esparto de alegría,
diseñadas por Dios,
sus alpargatas.
 
Como conmovedor resulta el retrato que se hace de Sevilla cuando se transforma en “La Maestranza”, de la que después de recodar las figuras de Juan y de José, concluye sin rodeos:
 
Si el Juicio Final se celebrara
pueblo por pueblo, en una anchura
de cada población,
aquí vendríamos todos
a ver salir el toro de la última
palabra, la de Dios, la que nos mida
una por una las faenas
del corazón o el odio.
Y al final, la cornada de lo eterno,
la cogida sin sangre que nos ponga
tendidos, verdaderos,
en el blanco quirófano
de la Misericordia.
 
Un poeta precoz


Si Gracia pensativa hay que situarla en su plenitud literaria, necesariamente tiene que llamar la atención su obra La sangre por las cosas. No es precisamente habitual una obra tan relevante --tanto como para que una editorial del prestigio entonces de “Agora” se fijara en ella-- nacida de la mano de un joven estudiante; pero la realidad es que contó con una magnífica acogida en la crítica. Viene ser la expresión rotunda de la lucha interior de un muchacho joven con las verdades rotundas, como Dios, y las interrogantes que todo ello le plantea.
 
Rompe el libro con un poema conmovedor, Oración por título, en el que Requena intenta un diálogo con un Dios "deseante y deseado" –acudiendo al decir de Juan Ramón Jiménez-- que marca en gran medida todo el libro:
 
Cuando vengas, Señor, si es que me he ido
al latido que no somos nosotros
ni Tú, pero que media en la ceguera
que acaba en tu vestirse de palomas,
amánsate la ira recontando mis sueños,
libérame en arroyo la esquina de mi pena.
 
Hasta llegar a sus ultimas páginas, toda la estructura poética se mueve en moldes a la vez clásicos e innovadores, hasta llegar al punto final, que Requena pone con su poema  con “El vino”:
 
El vino quieto y denso como un buda,
panzudo de bondad en los barriles
y látigo de nombres por los vasos,
inventa novias tibias y cosechas
y agranda los jornales hasta el sueño.
 
Pero no menos conseguido son los recuerdos que Requena guarda para su “Carta”, dirigida a “mis amigos pobres de la niñez”, cuando les recuerda:
 
Para mis amigos pobres de la niñez.
La vida está muy grande, amigos míos.
Nos ha crecido mucho desde el juego
y ya no cabe entera en la alegría
 
La sangre era distinta cuando entonces,
apenas si notaba que vivía,
estábamos en casi Dios aún
y toda la semana era domingo.
Nos fuimos a ser hombres separados,
a ser tiempo medido con distancias,
a no saber los unos de los otros
ni un poco de raíz de nuestra pena
 
Vinieron los oficios de mano y de cerebro
y cada amigo aquel se fue agrietando
en eso que ha de hacerse cada día
y en ese darse entero a los abriles
que legan por la sangre y se hacen hijos.
 
Y páginas más adelante ofrece a grandes rasgos la naturaleza de su oficio:
 
Acaso ser poeta será para nosotros
pretexto en que librarse de herramientas,
y no sabéis que un verso es como un hombre
que lleva dentro un niño sorprendido
de ver lo travesura que es la vida.
 
Otras obras
 
Pero José María Requena aún tenía pendiente sus dos últimos retos. En el primero, La vida cuando llueve, confirma todos los elementos propios de un poeta de personalísima entidad.
 
Siéntate aquí a mi lado,
muchacha, en este patio a punto
de vestirse de lluvia.
Hablemos como entonces,
o, mejor, hablemos como nunca,
o no hablemos
¿para qué?
si ya no importa
saber cómo te ha ido
por las afueras de mi nombre.
Sólo quiero besarte
al cabo de los años,
igual que, si de pronto,
pudiera comenzar a llover,
sobre este viejo patio abandonado,
aquella misma lluvia
tan deliciosamente vieja
de nuestros diecisiete años
 
Con el segundo, A campo ajusticiado, publicado ya después de que nos dejara, se adentra en el alma de los campos andaluces, para ofrecer un tornasol distintos de una antigua realidad.
 
Le regalan los juncos y los chopos
una placa de escalofrío de agua,
y el olivar sin nadie,
la emoción esmeralda
de aceitunas gordales
que pesan como labios