Recuerdo aquellos sábados fríos de invierno, llovía y las sábanas nos atrapaban hasta bien entrada la mañana. Nos gustaba encontrar en el otro el abrigo de unos días que no llegaban. Buscábamos a tientas nuestros dedos y explorábamos, con el asombro de un principiante, rincones que nuestras manos conocían de memoria.
Recuerdo el vaho en las ventanas, tu piel tibia, los ojos que brillaban en la oscuridad del medio día. Luego estaba tu boca, de labios intensos y dientes perfectos que jugaban alrededor de mi oreja. Aún me parece sentir tu aliento en mi piel, susurros que apenas reconozco, pero se que pronuncias mi nombre.
Hoy es uno de esos sábados. La lluvia no deja de chocar con los cristales de mi ventana, pero las sábanas y las mantas ya no me calientan. Llueve fuera, y también dentro, entre los pliegues de mi almohada.
Hoy la ventana no tiene vaho, ni siento tu aliento, ni tu piel cerca de la mía. Hoy estás lejos y me pregunto si tu también sientes nostalgia de estos días de lluvia. Si tu también echas de menos las caricias bajo las sábanas.
Recuerdo nuestros desayunos eternos, de tostadas que desfilaban entre los cuencos llenos de mermeladas de sabores. El zumo, los cereales y café ardiendo que abrasaba nuestras gargantas. Recuerdo tu voz constante, las palabras y los sueños. Los deseos que tal vez un día se cumplirían y los miedos que acechaban en cada esquina.
Recuerdo los paseos eternos, recuerdo tu mano y la mía, tu brazo rodeando mis hombros o paseando por mi cintura. Recuerdo los semáforos en rojo, y los que se volvían verdes demasiado pronto. Pienso y me pregunto por qué los días de lluvia siempre me llenan de nostalgia.