Crítica

Julia Castillo, ´Febrero´

Reflexionar sobre Febrero es reflexionar sobre el tiempo, sobre un periodo de tiempo. Lo que ocupa un mes en nuestra conciencia, las imágenes producidas en el fondo de la retina que se quedan a albergarnos en las palabras, el diálogo inconmensurable de posibilidades de un tiempo, que aunque por poco que sea es inabarcable. Esa es la lección del escritor. ¿Cómo decir Febrero? ¿Cómo decirlo sin renunciar a la síntesis de la palabra? ¿cómo decirse sin distancia?
 
Julia Castillo anda por los vericuetos de su estancia en Roma proponiendo una nueva forma de poema-poemario que a menudo puede ser fácilmente confundido con la escritura automática, la corriente de conciencia o el mero juego de palabras. Fácil sería abandonarse a esas tareas, pero Castillo no habla de una forma ya hecha, sino de una forma en proceso. El mismo proceso de creación al que los escritores, en gran medida, se ven vehiculados hasta llegar a la síntesis de palabra e imagen, en la forma del uno, de la unidad. En Febrero no hay síntesis, es un flujo de luces de conciencia que no se pierden ni se abandonan a la suerte de formar una imagen única, sino plural, el diálogo más puro con las cosas. No hay composición, sino posición y curso. A veces juega con la tipografía, la cursiva o las alteraciones del margen como si dijera que dentro del curso hay discurso, dentro de la continuidad, discontinuidad. Ambas siempre elegidas. Y es que la conciencia, unida al tiempo, es torrente, manantial continuo, pero el escritor a menudo se ve, en su más sincero pronunciarse, en la necesidad de elegir, de marcar la continuidad, de poner puntos, aunque sean seguidos, a su palabra. Del proceso, no hay que obviar su ceso.
 
Por otra parte las imágenes que conforman el poemario discurrido no son una primera aprehensión de la realidad, sino que conllevan una suerte de reflexión que conjuga y juega con la propia flexibilidad del pensamiento, de la memoria, de sus pliegues, a menudo sobrepuesta o distante de la propia realidad.
 
Así Julia Castillo experimenta, en un largo poema con grandes momentos de lucidez que ponen en juego su buen hacer, pero sin prescindir de imágenes más sencillas. De esta forma, ella, entre los pliegues de sí misma, nos da también ciertas pautas para adentrarnos. Así en las primeras páginas encontramos: “La observación/ es una esclavitud”, “También lo oculto escapa”. Pero en este oficio crítico nosotros sí nos vemos obligados a la composición, a la sustracción y a la síntesis. Así recogemos esas grandes luces fosforescentes. Escribe Julia: “Y cuando dejamos /de mirar,/ guardamos algo fosforescente/ en lo interior”. Fósforos también son: “Lo que está congelado no es la imagen/ que apenas se recuerda, sino la posibilidad de que/ las cosas sucedieran/ de otra forma”, “Ser quiere decir sólo/ regresar”, “Está por ver-/ si es infinito”, “Yo no quiero medir-/ sino oponer”, “La clarividencia/ no es más/ que la tapia/ en torno al jardín”.
 
De esta manera, Castillo nos regala ciertas luces también de la más sincera clarividencia en un jardín fertilísimo. Así nos pone en juego que la palabra es el decir y el límite del tiempo, del nosotros, de lo que podemos llegar a sospechar.
 
Abada editores pone, quizá, la guinda a la obra de Castillo con la publicación de Febrero en 2008, en la colección selecta y rigurosa de Voces de poesía.  
Paula L. Montero

Paula L. Montero

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