Cristina Montesa Andreu

Te cuento algo

Cristina Montesa Andreu es escritora. Se aficionó desde bien pequeña a leer libros de Géronimo Stilton y Laura Gallego. Empezó a escribir con apenas 11 años, y a día de hoy, tras publicar su primer libro, Heredera, su segundo libro, ¿Te quedas conmigo?, y varios relatos en diferentes antologías solidarias, sabe que su verdadera vocación es la escritura. ¿Te adentras en su mundo de fantasía?

cerrar

La moneda

TAGS Microrrelatos
Nuevo relato de la escritora Cristina Montesa Andreu en Ritmos 21.

La vida de una moneda es fastidiosa. Más que nada porque no sabéis lo que es estar de mano en mano. Paseándote cómo un juguete. Algunas veces recibes buenas atenciones. No me malinterpretéis. No hablo de que me ofrezcan un té con pastas a mitad de la tarde. Ni tampoco de un baño con burbujas y sales minerales. Hablo de un monedero limpio. Con algunas compañeras de oficio y unos cuántos tickets de la compra. Parece simple, pero, de verdad, eso es lo mejor que te puede pasar.

 

Sin embargo, hay otras mucho más grotescas. Y sí, me refiero a sitios inconfesables dónde la gente se atreve a guardar el dinero. Sólo recordarlo hace que me entren escalofríos y alguna que otra arcada. 

 

Después de irme de un extremo a otro, podemos comentar la gente a la que no le gusta limpiarse las manos. O que sin querer, me tira al suelo cuando cambian y me chafan con el pie.

 

¿A caso no sabéis coger las cosas sin que se os caigan?

 

En fin. 

 

Al final llegamos al punto cómico. O no tanto. Los cantantes callejeros, los mendigos, las estatuas o algún que otro chalado que le da por hacer magia. Todos aquellos que rumian un poco de dinero por un poco de espectáculo.

 

Mi vida está llena de aventuras. Desde un hombre adinerado, con una casa de tres plantas y una mujer infiel a una familia necesitada para pasar una semana con algo que llevarse a la boca.

 

Está claro a cuál de las dos importaba más o no.

 

Obviamente, para el adinerado era un simple penique. En cambio, aún recuerdo la cara de tristeza que pusieron todos los miembros de la familia cuando tuvieron que cambiarme por un poco de comida.

 

Cuando te pasas toda tu existencia viajando te das cuenta de muchas cosas. Podría contar miles de historias.

 

Morbosas, inquietantes e incluso algunas con demasiado contenido como para soportarlo.

 

Aun así, aquí me encuentro, dispuesta a relatar mi hazaña más enigmática. La más importante. Una experiencia que ha marcado toda mi biografía.

 

Calculando, a groso modo, podría decir que hará unos ocho años que pasó. 

 

Valencia a las nueve de la mañana era un descontrol. La gente cogía el metro y se disponía a entrar a trabajar. Las madres corrían para no llegar tarde al colegio. Los ancianos le echaban migas de pan a las palomas; y, otros  peleaban por haber encontrado un sitio para aparcar en plena calle transitada. No podemos olvidar a los más traicioneros. Aquellos que se escondían tras una corbata y un traje a rayas y pasaban inadvertidos para todo el mundo.

 

No quería ser muy inoportuna, pero yo en aquella época me encontraba en una de las mejores y no deseaba volver a una situación crítica. 

 

La mujer con la que me había tocado, Carmen, no me había sacado del monedero desde hacía tres semanas. Me había echado unas amigas de curro y aunque una que otra salió del nido para volver a recorrer las calles de Europa, yo seguía allí.

 

Estaba más que sorprendida. De normal duraba menos de una hora y ni siquiera podía coger cariño a la tela que me rodeaba.

 

No sabía que planeaba Carmen, pero yo me hacía la loca e intentaba moverme lo más rápido cuando sus dos dedos aparecían para desmoronarnos a toda la pandilla.

 

Justo al pensar aquellas palabras, sus yemas me tocaron ambos lados. Y pobre de mí, que no tenía ni idea de las vueltas que iba a dar esa mañana de diciembre.

 

Al salir al exterior casi me deslumbré. Hacía tiempo que no veía el Sol. No obstante, una mano morena consiguió taparme la vista.

 

-¡Muchas gracias, señora!-escuché.

 

Tenía una voz angelical, y podría haber apostado cualquier cosa a que era una niña. Tal vez Carmen había comprado un paquete de ajos a las chiquillas que corrían con ellos por ahí. 

 

Pero no tenía ni idea. Porque, de nuevo, tocaba despedirse de la vida que había tenido para adentrarme en otra.

 

No me costó. Estaba más que acostumbrada. ¿Qué esperabais? ¿Qué me echase a llorar por un simple abandono? 

 

¡Por favor!

 

Yo estaba hecha de un duro material, y soportaba todo tipo de situación.

 

Cuando pude volver a oír algo, quise no hacerlo. Unos gritos desgarraban la garganta de alguien. No sabía que decía, pero por los empujones que le estaban propinando a mi nueva dueña, no estaban del todo contentos.

 

-¡Eres una estúpida! ¡Sólo has conseguido una moneda!

 

¿Qué quieres hacer con eso? ¡No tenemos para nada! Vete a la calle y sigue mendigando. ¡Venga, niñata!

 

Me extrañé.

 

La voz emocionada que había escuchado cuando Carmen me había entregado a ella no parecía nada comparado con las frases brutales de aquella vieja.

 

Volví a moverme, pero esta vez dentro de la morena mano y antes de reaccionar, ya estaba en el suelo. Me había caído, y por una extraña razón tuve ganas de saber hablar. 

 

Quería gritarle: ¡oye, que estoy aquí! 

 

Pero, sin lugar a dudas, ni siquiera se había dado cuenta. No tardé en despegarme del suelo. Lo sabía. Era un caramelito en medio de todo el mundo.

 

-¡Mira José, una moneda!

 

-¿Y…?

 

-Pues que encontrarse una moneda es señal de buena suerte. ¡Así, seguro que aprobamos el examen!

 

¡Oh, no!

 

Me había tocado con uno de los que odiaba. No sabía de qué manera dejarlo claro. ¡Yo no daba suerte! No iba a sacarte las chuletas en mitad del examen y susurrarte todas las soluciones.

 

No sabía hacerlo, y tampoco lo haría sin nada a cambio.

 

¿Qué pasa? Yo también soy una interesada como vosotros.

 

Bueno, que al final terminé una hora en el bolsillo del universitario hasta que me sacó para ayudar a su novia Marta a pagar el taxi.

 

-¡Gracias cariño! Solo me faltaba un eurito.

 

Ya había pasado por bastantes taxis. Eran ruidosos, molestos y siempre ponían una cadena donde la música había pasado de moda.

 

Estaba aburrida. Quería salir de allí. 

 

Se ve, que alguien escuchó mis plegarias, porqué después de unos pocos minutos, el taxista nos había sacado a todas para darle parte del importe a una señora con un niño pequeño.

 

En el monedero duré lo justo. Cómo siempre. Ya empezaba a divertirme. ¡Había entrado en la caja registradora de un quiosco!

 

Sí, sí. Cómo lo oís. 

 

A lo mejor pensáis: ¿qué tiene de divertido eso? 

 

Pues, amigos míos, entrar ahí dentro es magnífico. Los gritos de los chiquillos, deseosos por chuches y bollería sonaban demasiado altos como para enterarnos y reírnos un rato de ellos. 

 

Cuando ya había conocido a algunas, el gordo dedo del dependiente me cogió de mala gana. Me estampó junto con otras nueve de mi tamaño en el demostrador y nos intercambió por un billete naranja. 

 

¡Ja! Nosotras siempre éramos mucho más útiles que aquellos tristes trozos de papel. Puede que nuestro trabajo fuese más costoso, pero siempre te quedabas con la satisfacción de haber ayudado en algo.

 

O…, así me sentía yo.

 

La mujer me usó para pagar un café. Y la amable camarera que lo recogió, para darle las vueltas a un cliente de clase obrera. 

 

¡Vaya! ¿Cuántas vueltas había dado ya?

 

No empecé a contarlas hasta que el señor me dio a una anciana que esperaba sentada en un banquito:

 

-Toma, mamá. El dinero que me prestaste ayer.

 

-Ya sabes que podías habérmelo dado otro día…

 

Claramente yo no era la única en aquella deuda. Si no que unos cuantos billetes me acompañaban en el camino.

 

Pero, bueno, quitándole importancia a los trozos de papel, logré descansar en ese monedero una noche. Hasta que la humilde anciana me usó para comprar una barra de pan.

 

Y aquí termina mi fantástica historia.

 

Sí, vale, ¡tenéis razón! Tal vez lo de fantástica sobra. Pero fue un día de lo más movidito, y justo el día dónde me di cuenta de lo que de verdad ocurría conmigo.

 

Yo era dinero, pero también era más cosas. 

 

Era un café, suerte para otros, unas golosinas, una necesidad, una deuda… Pero, ya está. Cosas dispensables para todo el mundo. Algo con lo que podrías vivir, o no. 

 

¿Pero yo era amor, salud, paz o bienestar? 

 

Por supuesto que no. No lo era.

 

Tal vez soy importante ahora, antes y mucho después, pero, siempre habrá algo más fuerte que yo. Algo grande, invisible al ojo humano, que superará cualquier barrera. 

 

Y aquello de alguna manera, logró reconfortarme.

 

Puede que de aquí a que las personas logren entenderlo pasen años, siglos o milenios, pero habrá un momento que lo harán. Y será entonces cuando una cosa dejará de importar y muchas otras importarán lo que toca.