Ángela P.

El ambigú

El ambigú es la colaboración de Ángela P. en Ritmos 21. Un lugar al que ir en los entreactos. Una pequeña muestra de su visión personal sobre los temas más variopintos.

Ángela escribe el blog Pero qué broma es ésta. Lectora voraz, es autora del libro Relatos al ácido. Aficionada al teatro, al cine y a la música, a veces se calza las zapatillas de correr para compensar sus excesos gastronómicos.

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Divagaciones de una extremeña que vio la nieve por primera vez

Baqueira. / Ángela P.

Cuando el monitor me dijo que entonces es que en mi familia no tenían “tradición de montaña” yo asentí: que sí, que lo que él estaba diciendo. Luego resultó que, en realidad, en mi familia, todos tienen “tradición de montaña” menos yo.

Hace dos fines de semana organizamos un viaje a la nieve. Uno de los platos fuertes del programa era que yo aprendiera a esquiar o, para evitar pecar de ambición, que esquiara por primera vez. Considerándolo, en frío parecía una idea casi tan mala como la de mi introducción al mundo del buceo, pero, eh, nadie podrá decir que no soy una chica intrépida. Al menos de pensamiento.

 

Mi marido estaba entusiasmado: este año, por fin, a mi tierna edad, iba a alcanzar dos hitos vitales fundamentales. A saber: conocer Nueva York y ver y tocar y pisar la nieve, más allá de algún resto ocasional, vislumbrado a lo lejos durante un paseo por la Sierra de Gredos. “¡Eres como los malayitos (de Malasia) que nunca han visto la nieve, pobrecita!”, me decía.

 

Para evitar presiones innecesarias, esta vez decidí contratar a un profesor particular; así no tendría que vivir con la angustia de “estar retrasando al grupo”. Me puse en contacto con uno que me recomendaron, un chico muy simpático, de nombre Charli que me citó en “el esquí service, debajo de las taquillas Baqueira 1500”, como si todo aquello significase algo para mí. Pero me dije que no importaba, que, una vez allí, ya preguntaría a alguien que tuviera “tradición de montaña”.

Artística e instagrameable foto de aperos de esquí. / Ángela P.

No sé si me dejé llevar por la impronta del lugar, pero el tal Charli me pareció de primeras, en un arrebato prejuicioso, un pijo de lo más agradable, con la cara bronceada y el flequillo por la cara. Luego resultó que no, que en realidad vivía en una caravana, pasaba la temporada dando clases y, el resto del año, se dedicaba a viajar. Me dio unos cuantos buenos consejos sobre el esquí y sobre la vida en general.

 

Es curioso cómo mis profesores de deportes de riesgo (entendido el concepto como cualquier deporte en el que te ofrezcan un seguro ad hoc antes de comenzar la actividad) siempre son de lo más filosófico y lo suficientemente gentiles como para compartir conmigo sus enseñanzas vitales. Sin embargo, si mi monitor de buceo no consiguió que buceara más de cinco metros por debajo de la superficie (lo cual ya me pareció algo así como las profundidades abisales), por mucho que insistiera en que “todo estaba en mí” y en que “ya era muy valiente sólo por el hecho de estar allí”, Charli, en cambio, consiguió que esquiara, con más o menos pericia, pero sin trágicas consecuencias, y sus mensajes eran mucho menos “Paulo Coelho” y mucho más “película inspiradora de los ochenta- noventa”.

 

“A la montaña, como a la vida, hay que mirarla de frente. No puedes darle la espalda a la montaña”, sentenciaba mientras yo cerraba los ojos al bajar, en torpe cuña, por la pendiente. He de decir que, aunque se supone que la zona de debutantes es plana, nada más lejos de la realidad: cuando vas subida a unos esquís, cualquier cuesta te parece el Abismo de Helm.

 

Sin embargo, Charli, con su sabiduría y su paciencia, consiguió que, de siete u ocho bajadas, sólo atropellara a un niño en dos ocasiones. Se trataba de niños diferentes, por supuesto, y ambos resultaron ilesos. En algún momento me visualicé como en aquel juego que consistía en atropellar gente, el Carmaggedon, pero con pequeños esquiadores en lugar de con abuelas con taca taca. Sin embargo (y afortunadamente), fue un pensamiento fugaz que se volatilizó en cuanto comencé a tener el control y a dejar de arrollar a esquiadorcitos.

Más Baqueira. / Ángela P.

El segundo día, por necesidades del servicio de los asiduos de Baqueira y de sus clases en concreto, Charli no pudo acompañarme, pero se las apañó para encontrarme otro profesor. Se llamaba Toni, y parecía un viejo lobo de mar, con su barba y su voz un poco cascada. Sin embargo, la sensación de impropiedad desapareció en el momento en el que se colocó los esquís: resultaba obvio que sí que tenía “tradición de montaña”. Toni era menos ontológico, pero más exigente. Cada vez que iba demasiado tensa, “apretando los bastones como si quisiera hacer zumo”, en sus propias palabras (por suerte no podía calibrar cómo estaba apretando los dientes, en una suerte de paroxismo de bruxismo), o agachándome demasiado de manera que esquiaba “como lo haría su abuela”, me reñía tibiamente y yo me excusaba simplemente diciendo que es que era de Cáceres. Entre las muchas exigencias que me había impuesto la vida nunca había estado la de esquiar. Hasta ese momento.

 

De todos modos, el plan del esquí ha resultado mucho mejor que el del buceo. Es cierto que las botas de esquí no son cómodas, pero nada como ponerse un traje de neopreno en Málaga a 42 grados y caminar, acarreando una bombona, quinientos metros bajo un sol de justicia en la Costa del ídem.

 

Es muy posible que vuelva pronto (quizás la próxima temporada). Aunque, de momento, bajo la supervisión de algún fogueado Charlie o Toni.

 

De las agujetas prefiero no hablar, ahora que por fin las estoy superando.

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