Regina Navarro

El jardín del microcuento

Regina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?

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Simplemente Clementine

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Soñó que paseaba por un campo de tulipanes, como los que debía haber en Holanda, y vio paseando entre ellos a una mujer de labios sonrosados y manos de terciopelo.

Sus manos se movían con agilidad sobre las teclas. Sus ojos sobre el folio que vibraba ante cada pulsación. Luego frenaba en seco y… ah, las musas, no llegaban aquel día. Cogía enfurecido la hoja entre sus manos, la rompía y la tiraba al suelo. Ya recogería los pedazos más tarde. Era mucho más tedioso que hacer bolas de papel y lanzarlas a cesto en el que nunca entraban, pero nunca fue del todo convencional. Tal vez si daba un trago más… Y acercaba sus labios a una botella que sabía a fracaso porque él, el gran Clementine, era eso, un fracaso.

 

Él nunca quiso ser poeta, solo frecuentar aquellos cafés en los que los literatos y los hombres de cultura se reunían a charlar durante horas del rumbo del mundo. No era un hombre de mundo, ni si quiera una persona que pudiera considerarse verdaderamente culta. Había leído a algunos de sus coetáneos, contemplaba la prensa mientras desayunaba, pero nunca profundizaba en los asuntos ni tenía esa reclamada opinión propia que se les exigía a los hombres de buena cuna. Escuchaba.

 

Clementine se quedaba ensimismado atendiendo a las conversaciones de los otros. Los miraba con los ojos de un niño que admira a sus mayores y, aunque no entendía del todo aquello de la política ni sus entresijos, se maravillaba viendo como el tono de las voces se elevaba más y más hasta convertirse en un guirigay. Él era un “loco de amor”, al menos eso comentó la prensa tras leer sus versos. Quizá por eso, porque en realidad lo creían un poco alelado, aunque talentoso, nadie se sorprendía de su falta de locuacidad.

 

Había cosechado éxito por casualidad, después de publicar, por avatares de la vida, unos cuantos renglones sobre el amor. El amor… eso nunca fallaba. Bastaba con componer, con una cierta cadencia, frases grandilocuentes, llenas de sentimientos destrozados y jirones de algún corazón. Aderezarlo con batallas lejanas, edulcorarlo con comparaciones cursis… Et voilà, el trabajo estaba listo. Pero ahora, por más que lo intentaba, no conseguía repetir la hazaña y empezaba a dudar si, verdaderamente, era necesario contar con ciertas dotes para la composición lírica.

 

Sea como fuere estaba acabado. No lograba juntar más de dos o tres palabras y, en verdad, eran composiciones de lo más burdas o copias demasiado descaradas. Necesitaba publicar algo con urgencia. La gente murmuraba y Clementine perdía credibilidad cada día. Pero la botella no ayudaba…

 

Ebrio se quedó dormido sobre la máquina de escribir, con la letra “T” clavándose en su frente y otras cuantas en la mejilla. Soñó que paseaba por un campo de tulipanes, como los que debía haber en Holanda, y vio paseando entre ellos a una mujer de labios sonrosados y manos de terciopelo. Su melena ondulaba con el viento, su falda bailaba alrededor de su cintura. El pecho se movía en un vaivén desaforado. Estaba ausente, buscaba algo. A él, a Clementine. Era ella, su musa, que venía a rescatarlo.

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