Amanda Pérez

El ambigú

El ambigú es la colaboración de Amanda Pérez en Ritmos 21. Un lugar al que ir en los entreactos. Una pequeña muestra de su visión personal sobre los temas más variopintos.

Amanda escribe el blog Pero qué broma es ésta. Lectora voraz, es autora del libro Relatos al ácido. Aficionada al teatro, al cine y a la música, a veces se calza las zapatillas de correr para compensar sus excesos gastronómicos.

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Blog | El ambigú

El vestido años 50

Christina Hendricks (Joan Holloway en Mad Men).

O de los inevitables riesgos de las compras online.

Decía Laura Ferrero el otro día en un artículo que “[...] las chicas listas leen libros, pero no pasa nada si también les gusta ir de compras”.

 

Con esta máxima por montera me dispuse yo el otro día a “ir de compras” pero a mi manera, que es la online. Cada vez más las tiendas físicas me aterran, los dependientes me intimidan y me avasallan con su pericia vendedora, los estantes y las perchas llenas de ropa me perturban y me bloquean en una peculiar paradoja de la elección que, extrañamente, no me asalta cuando navego desde mi casa, organizando la ropa por estilos, por colores, o por precio de menor a mayor.

 

Después de un rato buceando en la sección outlet de mi tienda favorita, con la bolsa de la compra repleta de verdaderas gangas de todo pelaje y condición, fui desechando todo aquello que, tras una prudente reflexión, me fue pareciendo de dudoso gusto, impracticable, escasamente realista, o difícilmente amortizable (ese vestido dorado metalizado tornasolado que tan bien me vendría para Nochevieja si en Cáceres en diciembre hubiera 30 grados, midiera diez centímetros más, pesara diez kilos menos y fuera stripper de profesión).

 

Finalmente compré un vestido verde menta, de corte años cincuenta, estructurado y con una textura que se me antojó de lo más innovadora. Era una apuesta algo arriesgada, pero ya me estaba visualizando yo a lo Joan Holloway, aunque bastante menos potente, epatando con mi estilo y natural elegancia al personal en la boda de mi amiga Paloma.

 

Así que, cuando por fin llegó el vestido a casa, mientras lo desembalaba me las prometía muy felices. Hasta que lo tuve en las manos y constaté que el tejido era, quizás, una elección excesivamente intrépida. Me lo probé, me planté delante del espejo y busqué en él sin éxito a Ditta Von Teese.

 

Parecía más bien como si alguien hubiera montado una tienda marca Quechua en torno a mi cintura capaz de dar cobijo a una expedición completa a Salcantay (porteadores incluidos). El color era psicodélico; la tela una extraña malla tiesa, a caballo entre un estropajo y una bayeta de cocina.

 

En plena crisis de identidad (ya no sabía si quería ser Christina Hendricks o protagonizar Los juegos del hambre), me llamó mi novio por teléfono. “Ya ha llegado el vestido: ¡Me queda fatal, me queda fatal!”, voceé en el móvil nada más descolgar. “Pero, ¿seguro?”, inquirió él, animoso. “¿Ni siquiera para ir así, en verano, en plan relajado…?”. “Hombre, si fuera para ir disfrazada...”, respondí.

 

Al rato llegó a casa y me encontró aún con el vestido puesto y en estado de shock, dudando ya, tal era mi confusión, entre si el vestido me encantaba o me horripilaba. Entonces me miró y me dijo muy serio: “Pareces la de la lejía del futuro”.

 

A día siguiente mandé el vestido de vuelta a la distopía de la que procedía.

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