El cine, arte por excelencia del siglo XX, ha mantenido, sin embargo, una compleja relación con dos formas de arte que, de alguna manera, se concatenan y penetran en la realidad cinematográfica: la literatura y la música.
La adaptación teatral y literaria sirvió para intentar dotar al cine de una cierta respetabilidad cultural que, por sus orígenes, muchos intelectuales le negaban. Este hecho sería fuente después de numerosos desenfoques, por cuanto provocó la subordinación de la específica aportación cinematográfica al componente externo, temático y de contenido. Hasta hace no demasiados años, una adaptación de “prestigio” o una reflexión “profunda” sobre cualquier problema humano gozaba de mayor aceptación que una película de género o un relato sencillo de aventuras.
Se ha escrito mucho, y no siempre de forma acertada, sobre la adaptación cinematográfica de la novela o el teatro, a menudo para afirmar la frecuente superioridad de la base literaria. Sin ser éste el momento de iniciar un exhaustivo estudio sobre la materia, sí cabe señalar que cuando se ha intentado adaptar linealmente una gran obra literaria al cine, los resultados han sido desiguales. Nadie pone en duda la tremenda dificultad en adaptar a Cervantes, Goethe, Dostoievsky, Stendhal o Flaubert. En cambio parecen más accesibles autores como Charles Dickens (Oliver de Carol Reed en 1968, Oliver Twist de David Lean, en 1947) o Julio Verne (Veinte mil leguas de viaje submarino de Richard Fleischer, en 1955). Sin embargo, cuando el cineasta ha logrado entender el espíritu de la obra y lo ha internalizado en su propia personalidad, entonces sí se han logrado extraordinarias obras de arte.
Los orígenes del cine creativo presentan una gran influencia de las formas narrativas clásicas del siglo XIX y, en concreto, las grandes aportaciones de Griffith remiten directamente a Charles Dickens. Como las de De Mille remiten a la escenografía teatral de David Belasco.
Como ha señalado Pere Gimferrer (Cine y literatura), “el público aceptó El nacimiento de una nación, pese a suponer una ruptura con lo que el cine era entonces, que hubiera podido desconcertarle, porque reconoció en aquel relato en imágenes lo que Griffith esperaba que reconocieran: la transposición de las novelas que estaba acostumbrado a leer (...). Pero la sustancia de una novela no es su asunto o su soporte social sino su carácter de organización verbal de la realidad en secuencias narrativas, igual que el cine va a organizar la realidad visual en secuencias fílmicas. Pero, evidentemente, una novela no son solo palabras, ni una película imágenes”.
En El Fugitivo de Ford, los actores se desprenden de la individualidad novelística para convertirse en símbolos espirituales
Pere Gimferrer ha insistido en que los problemas de adaptación serían de dos órdenes, uno relativo al lenguaje y otro referente al resultado estético obtenido por el lenguaje. La diferencia abismal entre algunas arquitecturas literarias y las específicamente cinematográficas explican la dificultad de llevar al cine obras como Ulises de James Joyce, o la novelística de Proust, Faulkner, Vargas Llosa o Jorge Luis Borges. También Thomas Mann siendo de lamentar que Luchino Visconti (que se atrevió con Dostoievski, Lampedusa y Albert Camus) no pudiera llevar a puerto su proyecto de filmar La montaña Mágica.
En este sentido hay que señalar la semejanza estructural narrativa del siglo XIX, Dickens, Hugo, Balzac, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, Blasco Ibáñez, que facilita no poco la versión en cine. A modo de ejemplo, cuatro títulos pueden calificarse de modélicos en cuanto adaptación de una obra literaria a la gran pantalla.
En 1940, John Ford ofreció Las uvas de la ira según la novela de John Steinbeck, pero es en 1947 cuando el director de Centauros del desierto utiliza un argumento de Graham Greene, El poder y la gloria, para lograr una película magistral, El fugitivo.
Esta incomprendida película (una de las favoritas de Ford), plantea el drama íntimo de un sacerdote que en el momento culminante de su vida, ha de elegir entre seguir su deber o escapar. El ambiente externo de la película, indeterminado, remite a la revolución anticlerical mexicana de principios de siglo, y si estéticamente resulta soberbia (con una expresionista y pictórica fotografía de Gabriel Figueroa), temáticamente expresa, de forma radical, el sentido último de la vida humana, la elección responsable de las trayectorias, el valor humano del arrepentimiento y la fuerza santificante de la gracia como ayuda divina al esfuerzo del hombre. El fugitivo de John Ford es una obra simbólica, casi abstracta, donde sus personajes, un cura (Henry Fonda), una mujer (Dolores del Río), un policía (Pedro Armendáriz) y un gringo (Ward Bond), se desprenden de la individualidad novelística para convertirse en símbolos espirituales y humanos. Ford se aparta un tanto de la obra de Greene, pero en muchos aspectos la supera.
Ejemplar adaptación literaria es también Guerra y paz del gran King Vidor, que sale airoso del a priori imposible empeño de reducir a tres horas y media el abigarrado mundo humano y espiritual de la obra de Tolstoy.
La obra de King Vidor conecta profundamente con las ansias humanísticas y místicas del gran novelista ruso. Natascha (Audrey Hepburn), Pierre (Henry Fonda) y Andrey (Mel Ferrer) se convierten en auténticos seres humanos, dotados de vida propia, que viven y sufren pero, como dice Natascha al final de la película, “permanecen firmes”. Conmovedora, manejando a la perfección la multitud de temas, pasiones y personajes, el impulso de vivir por encima de todos, con una maravillosa banda sonora de Nino Rota, Guerra y paz es una de las más hermosas películas de toda la historia del cine.
Orson Welles, en 1960, adaptó El proceso según Kafka, acertando también al dibujar el atormentado universo de Joseph K (Tony Perkins) que se ve envuelto en el sin sentido de un sistema que ha decidido prescindir de sus servicios como ser humano, ¿o acaso es él quien ha renunciado a su condición humana y por tanto se cae, literalmente, del mundo de los hombres?
Finalmente hay que referirse a la obra maestra de Luchino Visconti, Muerte en Venecia (1971), caso extremo de aprehensión de una obra ajena (en este caso el extraordinario relato de Thomas Mann) para integrarlo absolutamente en la visión del mundo del cineasta, pesimista y decadente que se agarra, como el protagonista, al último hálito de belleza de una sociedad en descomposición. Visconti, que ya triunfara en magistrales adaptaciones como El gatopardo según Lampedusa, El extranjero según Albert Camus, y –posteriormente– El inocente, novela de D´Annunzio, convierte al novelista de Mann en músico, utilizando así el célebre Adaggieto de Mahler como banda sonora y dibuja la belleza marchita de Venecia como el escenario más idóneo para la muerte el amor y la aniquilación de la belleza.
Hay otras excelentes adaptaciones literarias: Hamlet (Laurence Olivier) de Shakespeare, David Copperfield (George Cukor) de Dickens, Capitanes intrépidos (Victor Fleming) de Kipling, Moby Dick (John Huston) de Herman Melville, Por quien doblan las campanas (Sam Wood) de Hemingway, La vida nueva de Pedrito Andía (Rafael Gil) de Rafael Sánchez Mazas, Sangre y arena (Mamoulian) de Blasco Ibáñez, Ángeles sin brillo (Douglas Sirk) de William Faulkner, Tres camaradas (Frank Borzage) de Erich María Remarque, La Colmena (Mario Camus) de Camilo José Cela. Un gran cineasta español como Rafael Gil se convirtió en todo un experto en adaptaciones literarias, desde Don Quijote de la Mancha (1947) hasta obras de Fernández Florez, Mihura, Agustín de Foxá, Pemán (la maravillosa El fantasma y doña Juanita, 1943) y multitud de autores del siglo XIX y XX.
Y no podemos olvidar otros autores populares como Julio Verne, Bram Stoker, Mary Shelley, Edgar Rice Burroughs, Conan Doyle, Sherlock Holmes, Drácula, Frankenstein, Tarzán… son iconos del cine pese a su brillante origen literario. Todo ello demuestra que la evidente barrera que separa y distingue a la literatura del cine, no precisa para su superación, más que la existencia de un auténtico artista que sea capaz de crear una película original y personal a partir de una obra que, previamente, le es dada.
Desde luego, la lista de adaptaciones fallidas también sería muy numerosa y, como nota interesante, cabe reseñar que una buena parte de las obras maestras del cine provienen de novelas olvidadas, muchas de ellas ínfimas, que sirven tan solo de excusa argumental para las películas. Conviene recordar que La diligencia de Ford, Los inconquistables de De Mille, Psicosis y Vértigo de Hitchcock o Sed de mal de Orson Welles, entre otras muchas, se basan en relatos novelescos.
La apasionante y compleja relación entre novela y cinematografía daría para multitud de reflexiones, valga esta como pórtico a su fascinante interconexión artística.