Ilustración: Guillermo Petit.
Te imaginaba como una luz en medio de uno de esos paisajes infinitos, una pequeña guía que acompaña a los que tienen las rodillas llenas de rasguños. Te imaginaba como la brisa que recorre los caminos, y refresca las espaldas pegajosas, empapadas por el sudor de un verano demasiado ardiente. Tenía miedo a darme de bruces con una realidad que no hubiera distorsionado antes. Creaba recuerdos inciertos y apenas me molestaba en pensarlos después, pero necesitaba llenar los espacios en blanco y darles un significado. No se por qué lo hacía, ni si sentía miedo o frío. No se por qué me empeñaba en convertirte en una especie de mito y en puntuar cada una de mis pesadillas. Si aparecías valían dos, si no, cuatro.
Te otorgué, de algún modo, el papel de salvador. Pensaba que a tu lado no existirían las complicaciones, me forje la idea de un protector, pero fue un guerrero sin ejército que paseaba cabizbajo el que me llamó, tocándome en la espalda. Decidí darme la vuelta y posponer la realidad, correr hacia cualquier rincón en el que poder cobijarme.
Te imaginaba en las noches inmensas rodeando aquel mar que separaba nuestras islas, porque en el fondo siempre deseé que lo fueran. Te veía de espaldas e ideaba un frente etéreo y eterno, creyendo que así ya no caerían de nuevo sobre mi las culpas de creer lo que no era. Pero no llegaban los sueños a primavera, a pesar de que el invierno terminaba y que sentía el verano demasiado cerca.
Te imaginaba desnuda, con los brazos perdidos en la almohada, con la manos enlazadas en un gesto sin sentido y las piernas ligeramente descaradas, mostrándome tus muslos trémulos. Te imaginaba a mi lado, con mi mano explorando tu espalda, dibujando en tu melena. Pero eran pasatiempos inciertos de un pobre ingenuo o de un loco, que conocedor de la realidad, le da la espalda.
Te imaginaba con miedo y sin esperanza. Te recordaba eterna en mis veranos, llena de calidez y de esperanza, pero cuando te miraba y no te veía me tropezaba con la imagen informe y fría. Y me fui, sin ver ya el brillo de tu cuerpo a contraluz y sin sentir la brisa fresca sobre mi espalda. Sin pretender entender tus miedos, ni los míos. Solo, con un nudo en la garganta.