En una Madrid inquietado por las noticias de guerra, cuando se había sabido que Alemania e Italia habían declarado la guerra a EEUU, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, un 12 de diciembre de 1941 se estrenaba en el cine Monumental una de las obras sinfónicas más interpretadas en el repertorio y mejor valoradas por el público y la crítica a lo largo del siglo XX: las Diez melodías vascas de Jesús Guridi.
75 años después, no tenemos noticia de que ninguna orquesta de la capital española haya programado esta obra para conmemorar el aniversario de su estreno, aunque sí figura en uno de los conciertos de la orquesta sinfónica de Euskadi para 2017. No es menos cierto que las Melodías son obra frecuente en el repertorio madrileño, pero no hubiera estado de más un recuerdo al compositor vitoriano, tan vinculado a Madrid, donde pasó las dos últimas décadas de su vida. Su recuerdo está presente en la placa que hizo colocar la Sociedad General de Autores en su domicilio de la calle Sagasta 12. Guridi tuvo una vida muy activa hasta su repentina muerte a los setenta y cinco años: director del Real Conservatorio de Música, organista titular de la iglesia de San Manuel y San Benito, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando… Alegre, campechano y trabajador. Así lo definía el musicólogo Federico Sopeña en una necrológica en ABC, en la que también sintetizaba certeramente los mundos en que se desenvolvió el compositor: Bilbao, teatro, iglesia y concierto.
Su música me sugiere que Guridi tenía alma de niño, y no lo digo por su conocida obra coral Así cantan los chicos, sino también por la espontaneidad de sus composiciones, con una viveza y alegría que solo pueden explicarse porque son el trabajo de un hombre de gran corazón, dotado de una enorme capacidad para enseñar y ser una persona cercana a sus alumnos del conservatorio, según se desprende de numerosos testimonios. No es difícil suponer que el compositor vasco debió de mostrarse muy satisfecho con la interpretación del joven director de orquesta donostiarra Enrique Jordá en aquella tarde del estreno. Jordá supo transmitir a un público, que se volcó en aplausos, una partitura en la que las canciones populares se transforman en armonías elaboradas gracias a una instrumentación muy rica. Pero no hay en la música ninguna intención descriptiva: se respeta la melodía original, con su carácter festivo o melancólico, y se la convierte en expresión de la belleza. Con esta obra, Guridi eleva el nacionalismo musical a la categoría de universal, pues expresa toda la poesía latente de una música genuinamente vasca.
Las Diez melodías vascas proceden, en su mayor parte, del cancionero popular recopilado por el filólogo y musicólogo vasco Resurrección María de Azkue (1864-1951), protector y compañero de Guridi en sus años de estudiante en París, aunque también hay una originaria del país vasco francés y otra perteneciente una colección de cantos populares que Guridi y Azkue editaron en Bilbao. Sin embargo, el resultado no es una transcripción, ni mucho menos una especie de recreación. Lo que hace el compositor, en palabras del propio Guridi, es “comunicar su alma infundiéndole todo su aliento emocional”.
La obra es una sucesión de emociones y sentimientos muy diferentes entre sí. Es también el trabajo de alguien que conocen muy bien la historia de la música, pues hay momentos en los que nos llegan ecos del canto gregoriano o del concertó grosso barroco. Encuentro además en ella evocaciones del romanticismo, del nacionalismo musical o del impresionismo, que solo puede crear un músico con un dominio de la orquestación comparable al de Rimski-Korsakoff, Strauss o Ravel.
Sin programa para seguir, van aquí las limitadas reflexiones de un melómano, que considera que las Diez melodías vascas son al mismo tiempo, líricas y festivas. Prefiero emplear el término líricas, y no el de melancólicas como otros usarían. Las dos melodías que llevan el nombre de Amorosa no merecen, en mi opinión, ser calificadas de tristes. Pueden representar un amor de madre, una nostalgia por la ausencia de una persona querida o simplemente una serenidad que expresa las mejores aspiraciones del ser humano. Por su parte, la Epitalámica es una música de gran sutilidad, que acaso busque profundizar en el indescriptible vínculo del amor de los esposos, y la Elegíaca no me sugiere una lamentación ante la muerte sino una acción de gracias por la vida. En contraste, la alegría de la fiesta, desde los caseríos más dispersos a las plazas mayores, es el eje conductor de las dos melodías que llevan el título de Ronda, así como el de Narrativa, Danza y Festiva.
Pero si tuviera que elegir cuál es mi melodía preferida, además de la segunda Amorosa, respondería que la Religiosa, la tercera de la obra. Grandeza, serenidad, recogimiento… Son expresiones para calificar una música que solo ha podido ser escrita por un gran organista como fue Jesús Guridi. Quien la haya escuchado alguna vez en una iglesia, preferentemente de Bilbao, patria musical del compositor, coincidirá conmigo en que esta música se hace universal a fuerza de ser popular.