Alejandro Gutiérrez Liarte

La cuarta pared

A patadas con la cuarta pared. Debemos atravesar esa fina barrera que nos separa de la pantalla y ser partícipes, en la medida de lo posible, del gran regalo que nos entrega todo aquel que dedica su vida al cine. Encontremos una nueva fórmula de interacción entre el cine, nuestra pasión, y nuestra vida.

Veterinario, jugador de rugby, y aficionado al cine y a las letras.

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El magnetismo del héroe

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No es el objetivo del post centrarnos en deshilachar la obra de John Wayne, sino reflexionar brevemente sobre lo que él consiguió representar en una pantalla.

Es sin duda conocida la escena de inicio (y de fin) de la película Centauros del Desierto, obra maestra del director y gran creador John Ford. En esa escena, tan perfectamente imaginada en el marco de una puerta en la sombra, desde la lejanía se ve aparecer a un hombre, que paso a paso se acerca a esta puerta y que entre sombras da inicio y cierra finalmente dos horas de una obra inigualable. Es en parte mérito del realizador que una escena se convierta en algo inmortal. Pero en este caso y, con gran osadía, me atrevo a decir que intervino algo más que la pericia y la habilidad de John Ford para conseguir hacer de éste un momento recordado en la historia del cine. Y es aquí cuando aparece uno de los protagonistas de esta nueva reflexión, en la cual nos vamos a centrar en ese personaje que se acerca a aquella puerta, en ese hombre que rompe la sombra de la casa de su hermano, en ese héroe que en este caso no es otro que John Wayne.

 

No es el objetivo del post centrarnos en deshilachar la obra y milagros de John Wayne, sino reflexionar brevemente sobre lo que él consiguió representar en una pantalla, y como otros pocos han sido capaces de reproducirlo. Y es que a pesar de que todos los años surgen cientos de actores, muchos de los cuales nos sorprenden semana tras semana en las salas, muy pocos consiguen ser recordados a lo largo de los tiempos, independientemente de si éstos continúan con vida o están ya bajo tierra. Así es como un pequeño puñado de actores han recorrido sin despeinarse el filo de la navaja que los ha convertido en algo más que actores, algo así como héroes de la pantalla por los que el tiempo ni ha pasado ni tiene plan de pasar.

 

 

No estamos hablando necesariamente de buenos actores (según la concepción clásica de un buen actor), sino de aquéllos que tienen un factor deslumbrante, algo que es capaz de diferenciarlos de los demás, de hacer que su trabajo llegue bajo nuestra piel, y consiga hacernos sentir. Para conseguir explicar con más precisión esta pequeña reflexión nos ayudaremos de un par de ejemplos, conocidos por todos, y sin duda máximos exponentes de esta verdad.

 

En primer lugar, tenemos el papel de John Wayne, mencionado anteriormente y que recuperaremos más adelante. En segundo lugar, es más que justo mencionar aquí a Clint Eastwood. Decían de él que era el actor de las dos caras, una con sombrero, y otra sin sombrero. Eastwood es, sinceramente, un actor regular, que no ha sido capaz de gesticular y actuar de un modo lo suficientemente fino y sin caer en la exageración, no consiguiendo que el espectador sea partícipe de las emociones que siente el personaje que representa. Así, y tras la paliza que se ha llevado el bueno de Clint, es hora de hablar de sus virtudes. Clint Eastwood tiene ese “algo”, ese factor diferencial que le convierte en nuestro héroe, nuestro personaje favorito. Necesario. Este tipo de actores tienen un aura que desprende autoridad, carisma, enormidad. Para lograr comprender esta complicada cuestión podemos trasladarnos a alguna de las escenas de la oscarizada Million Dollar Baby. En algunos momentos de la cinta, en las sombras en las que ésta se desarrolla, coinciden en pantalla Hillary Swank, Morgan Freeman y el propio Clint. Bajo esta tenue iluminación con la que Eastwood juega como director, es curioso como nuestra mirada se torna hacia el probablemente peor actor de los tres. Es curioso como cuando su presencia irrumpe en la escena, los ojos abandonan la belleza que se desarrolla en las demás esquinas, y nos obligan a observar, estudiar y escudriñar cada una de las respiraciones de este hombre frente a la cámara. Este es el magnetismo del héroe, lo que hace inevitable que toda la atención de la sala se centre en su sombrero. Jamás habrá una escena en la que él aparezca pero tú no te des cuenta.

Clint Eastwood en Million Dollar Baby.



Volvemos en este punto a nuestro héroe original, al hombre por antonomasia, al duro John Wayne. El duque, el hombre feo, fuerte y formal como lo clavó Loquillo, consiguió como ninguno hacerse con la inmensidad de la pantalla con su sola presencia. Independientemente de la película que estemos viendo, probablemente dirigida por John Ford, nuestro héroe ocupa todos y cada uno de los planos que la historia atraviesa. Su entrada, tosca y torpe en cada uno de los espacios en los que impone su ley, nos hace cuestionarnos su altura y anchura, el tamaño de sus brazos y sus manos en las que un rifle parece una pistola de playmobil en las manos de King Kong. Su presencia, su tamaño, su voz, su olor a tabaco, traspasan la pantalla e invaden a un espectador que sabe, incluso antes de que aparezca en escena, que su héroe está al caer.

 

Hablábamos al principio sobre la maestría de la escena dibujada por John Ford en el marco de esa puerta. Pero no es la puerta ni el desierto que se vislumbra al fondo lo que engrandece esa escena ni este pedacito de la historia del cine, sino la espalda y la sombra que irradia nuestro héroe, el tío Ethan. Y es en este momento en el que, mientras se agarra el codo y mira hacia el suelo, ha conseguido invadir nuestro hogar y calarnos de emociones una vez más. Simplemente, estando ahí.

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