Regina Navarro

El jardín del microcuento

Regina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?

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A las cinco y media

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Tú, yo, nosotros, el tiempo... las manecillas de un reloj que se quedó bloqueado en las cinco y media, que no avanza, que no retrocede. Y mientras... mientras nada.

Las luces se apagaron anunciando una de esas noches eternas, de las que se empeñan en volverse ásperas bajo unas sábanas que han perdido el olor a suavizante. Mientras tanto tu permaneces sentada, con las piernas cruzadas en esa postura que solo resulta cómoda a los niños porque luego, cuando creces, las rodillas empiezan a resentirse. Tienes las palabras esperando en el borde de los ojos, pero aún no salen, buscan el momento adecuado para explotar. Es el preludio que pondrá fin a la sinfonía y huele a tierra mojada, el presagio de una tormenta. Cuando me acerco veo que te ha crecido el pelo, que ya no tienes sonrisa de niña, que varios kilos se han escapado de tu cuerpo y que me he convertido en un extraño. No me reconozco y, como es lógico, tú tampoco lo haces. Tal vez por eso, cuando me siento a tu lado y rozo con mi dedo tu brazo, no sientes ese cosquilleo de la mano conocida sobre la piel, el que reconforta. En lugar de eso te alejas, de forma sutil, y me convierto en un náufrago de mis propios sentimientos. 

 

Levantas la mirada y empiezas a hablar. Quizá algo se instaló entre nosotros, quizá tu, quizá yo... quizá un futuro incierto o un presente que no termina de materializarse. Quizá mi falta de madurez, tus ojos negros, mis piernas que corren hacia cualquier rincón, que escapan de una rutina a la que le tengo miedo. Tú, yo, nosotros, el tiempo... las manecillas de un reloj que se quedó bloqueado en las cinco y media, que no avanza, que no retrocede. Y mientras... mientras nada, porque los días siguieron caminando mientras nosotros nos empeñamos en ahogarnos. Ahogarnos, ahogarnos, ahogarnos. 

 

Pero no podía mirarte. No mientras relatabas el final de una historia que, hacía tiempo, había dejado de ser nuestra. No mientras tu boca me devolvía a la realidad y tus ojos me incomodaban porque en ellos había verdad, razón y peso. Estaba revueltos, como aquel mar en el que nos bañamos pese a las advertencias. Quise preguntarte si te acordabas de aquel día, de nuestra risa resonando entre las olas, del frío y la arena pegada a nuestro cuerpo desnudo, de las gaviotas que nos miraban cautelosas mientras corríamos hacia el paseo marítimo, con la ropa húmeda y los zapatos en la mano. Quise decirte que tal vez era mejor volver a aquel día, a las cinco y media, y seguir empujando las manecillas, que tal vez aún podríamos hacer que siguieran avanzando mientras nos secábamos, que tal vez... pero no lo hice. Como siempre, como nunca.  

 

Me volvía cobarde o, tal vez, simplemente lo era. Tal vez solo era un insensato que jugaba a ser adulto, que quería seguir jugando y dejar la habitación desordenada cuando llegara la hora de la cena. Pero tu me pedías responsabilidad, querías que todo quedara ordenado, que me convirtiera en adulto, que adquiriera responsabilidades. Tenía miedo, tal vez debí decírtelo. Miedo a fallarte, a no hacerlo bien. A no saber comportarme, a defraudarte. Miedo a ser una carga. Pero en lugar de decírtelo me convertí en ella y vi como tus ojos se secaban. Me escondí detrás de las cortinas mientras tu me buscabas. Jugamos al escondite, pero no te dije que lo hacíamos. Siempre me buscabas pacientemente, me dabas la mano, me limpiabas los ojos y me llevabas a la mesa. Siempre... pero tal vez siempre no dura nunca, y un día dejaste de buscarme. Un día, cuando llegué a la mesa, ya estabas terminando de cenar, no me habías esperado, te habías cansado de hacerlo. No te culpo, en realidad te entiendo. Entiendo que te cansaras de jugar con un niño malcriado y de empujar tu sola aquellas manecillas. 

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