Creo que estaba dormido y, si fue así, tuve un sueño. Uno de esos que, de tan nítidos, parecen reales. Te vi. Tenías el pelo alborotado porque me parece que acababas de despertarte de una de esas siestas de fin de semana. Y de verano. Hacía sol y la hierba acariciaba nuestro cuerpo. Olía a pino caliente, y a resina, y a… Tu dedo se movía en círculos por mi pecho, haciendo arabescos. Yo leía en voz alta porque te gustaba que lo hiciera. Elegíamos un libro de nuestra interminable lista y lo declamaba. Tú te quedabas absorta, mirando a un infinito que no se atisbaba ni en el horizonte. Luego cerraba el libro de golpe y te hacía cosquillas para escuchar, en medio de aquella nada, tu risa de niña, tus gritos alocados. Nos gustaba llevar una cesta con algunos bocadillos, “y algo de chocolate, que nunca viene mal”, me decías. Sacábamos un mantel, nunca de cuadros rojos y blancos, tal vez azules, o verdes, amarillos incluso, y nos tumbábamos a beber cerveza. Agarrabas el botellín entre tus dedos, siempre con las uñas pintadas, lo acercabas a tus labios y dabas un trago largo, de esos que incluso pueden verse. Una gotita se escapaba de la comisura de tus labios e intentabas atraparla con la lengua. Luego me mirabas, sabías que yo observaba ese ritual como un voyeur que atrapa imágenes. Nos recostábamos y hablábamos. Supongo que hacíamos planes. ¿Sabes? Hay algo maravilloso en eso de pensar en un futuro más o menos lejano e intentar dibujarlo. Es imposible, nunca lo acertaremos, pero nos empeñamos en jugar a adivinarlo. Nos creemos el centro de todo, ¿verdad? Somos egoístas, egocéntricos, ego… Tenemos la tendencia a construir en torno a nuestro ombligo, aunque luego… en realidad… ¿Te acuerdas de aquella vez que hablamos de hacer un viaje largo? Uno que nos llevase varios días. Lo preparamos a conciencia, apuntábamos rutas en una libreta de tapas duras y páginas ligeramente amarillentas. Nunca fuimos. Nunca viajamos. Jamás cruzamos el umbral de aquella puerta. Nos quedamos varados en la orilla eterna del descubrimiento. No supimos entender que, en realidad, el futuro, era aquello que se nos escapaba de las manos sin que pudiésemos hacer nada por atraparlo, por retenerlo con nosotros. Luego todo se fue volviendo cada vez más difuso, solo quedaban retazos. Escenas a medio camino entre la verdad y la vida. Tú te ibas desdibujando en el vaivén de unas olas ficticias y yo me hacía cada vez un poco más pequeño. Tanto que casi llego a desaparecer. Después el vacío, en blanco y negro. Y la cadencia silenciosa de los pasos que se alejan, los que prometen no girarse. Las imágenes se concentraban como en unos de esos vídeos de antaño repletos de manchas, con un ligero tono amarillento y una voz casi inaudible. Pero me bastaba para retenerte en la memoria al menos otro instante. Luego me desperté confuso, acariciando a tientas la cama y descubriendo que ese hueco, en realidad, nunca te perteneció, siempre estuvo vacío.
Regina Navarro
El jardín del microcuentoRegina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?
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Hacia el vacío
Regina Navarro 23 mayo 2017
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Somos egoístas, egocéntricos, ego… Tenemos la tendencia a construir en torno a nuestro ombligo, aunque luego… en realidad…