Regina Navarro

El jardín del microcuento

Regina Navarro es periodista, especializada en periodismo cultural y lifestyle. Colaboradora habitual de Papel –el dominical del diario El Mundo– o la revista de Artes Escénicas Godot, explora el mundo de la micro-literatura desde el blog El jardín del microcuento, con el que busca el lado ficticio de la realidad. ¿O era la realidad dentro de la ficción?

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Pegajosa suciedad

Ilustración: Guillermo Petit.

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Él no quería aquello, no necesitaba una casa con jardín, ni velas los viernes por la noche. No quería un vestidor lleno de camisas blancas, perfectamente planchadas y zapatos alineados. No quería café cada mañana, ni olor a tostadas.

El reflejo en el agua era nítido, demasiado. No le gustaba sentir que podían observarlo desde todas partes y, sin embargo, estaba convencido de que lo estaban haciendo. Cerró los ojos, estiró el brazo, lo sumergió en el agua y lo giró lentamente. Rompía así al imagen burlona y pétrea que le devolvía aquel lago. Miró a su alrededor y sintió que, al fin, estaba solo. Llevaba mucho tiempo intentando encontrar un instante de calma, demasiado.

 

¿Cuánto tiempo llevaba perdido entre aquella vegetación imponente? ¿Cuánto sin regresar a su casa, sin ver a sus padres y a su hermana? Seguro que sus sobrinos estaban ya enormes. ¿Qué tendrían, ya ocho y cinco años? El pequeño no lo conocería. Se alisó el pelo con la mano sucia. La pegajosa suciedad, esa sensación de calor asfixiante de la que era imposible deshacerse en todo el día. Tampoco por la noche, cuando la temperatura caía varios grados. A veces no había más remedio que beber una buena cantidad de ron para soportarlo, o al menos para olvidarlo durante un instante. Ron caliente. Dulce que abrasa y deja rastro. A veces en la boca, en la garganta, incluso en los labios. Caña, morena. El elixir dorado que aviva los ojos y enciende el pecho en un fulgor como el de las batallas.

 

Le daba miedo alejarse de aquel núcleo. Pensaba que una serpiente podía matarlo sin que apenas se diera cuenta. Si empezaba a enroscarse en su pierna y él estaba borracho. Si rozaba su tobillo y lo mordía. Si era demasiado sigilosa y él estaba llorando. Si estaba con ella, tumbados en el suelo, uno sobre el otro, demasiado pegados, demasiado juntos, demasiado dentro. Si… Las serpientes. Y ella, que tenía los ojos rasgados y una melena espesa, que paseaba con la ligereza sobre aquellas piernas-juncos. Tenía la piel de un dorado intenso, los ojos de un negro casi eterno y las manos suaves y finas, parecían de juguete. Hablaba en susurros, pero él nunca entendía nada. En todo el tiempo que llevaba allí no había aprendido el idioma, era demasiado complicado y, a decir verdad, no se había molestado en intentar entenderlo.

 

Hablar. Casi ya no lo recordaba. Sabía palabras sueltas, el resto del tiempo se comunicaba con una especie de mímica que funcionaba, era el código que habían forjado con los años. Pero ya no se acordaba de aquellas noches alrededor de una botella de vino, hablando de todo y de nada, debatiendo ideas que se volvían cada vez más absurdas con forme se terminaba el jugo de Baco. O a veces más sinceras. Fue en una de esas cuando tomó la decisión de huir. Estaba con Mariela, hablando de un futuro compartido que a él, aunque debiera, no le terminaba de llenar. De una casa con jardín a las afueras, con espacio para una piscina de esas azules que se montan y se desmontan cada verano, con un rincón para barbacoas, con… El vino corría y su mente se escapaba. Él no quería aquello, no necesitaba una casa con jardín, ni velas los viernes por la noche. No quería un vestidor lleno de camisas blancas, perfectamente planchadas y zapatos alineados. No quería café cada mañana, ni olor a tostadas, ni despertar viendo a su lado el cuerpo firme de Mariela, torneado en un gimnasio que la obsesionaba. No quería comer más ensalada aliñada con vinagre de Módena, ni decorada con tomates de colores y sin sabor. Y se fue, en medio de la noche, como un ladrón cualquiera.

 

Volvía con demasiada frecuencia a aquella noche y a aquella sensación de ahogo. A veces pensaba que era culpa del alcohol, otras de la falta de sueño o de aquella pegajosa suciedad que lo agotaba en exceso. Pero volvía, y recordaba a Mariela, sus caricias en cualquier acera, sus besos tibios, su espalda... que se curvaba cada vez que hacían el amor. Y se preguntaba si hizo bien escapando.

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